Por Sarko Medina Hinojosa

Enero 2015

Mi madre tenía siempre una vela prendida encima de una mesita al lado mismo de la puerta de entrada de la casa. Era una de esas llamadas «misioneras» y que duran semanas con su tenue luz perseverante.

¿Cuántas veces nos burlamos de esa costumbre? ¿Cuántas veces nos avergonzó esa llama cuando nos visitaban amigos, enamorados/as, esposos/as, compañeros de estudio, de trabajo y largo etc.? A todos se les daba la respuesta estándar: «Cosas de la religión de mamá».

Con el tiempo y la monotonía de la vida nos olvidamos de la razón de esa luz mortecina.

Llegó, con los años, la hora temida por mis ocho hermanos y por mí también. La menor de mis hermanas, ya treintañera, preguntó a mi madre en su lecho de muerte sobre qué haríamos con la vela. Quisimos reírnos algunos, pero de pronto recordamos la razón y callamos bajando la vista. Mi madre, con mucha energía respondió: —¡Esa vela no se apagará hasta que su padre vuelva, cruce esa puerta y se perdonen todos!

En el silencio que siguió, todos, algunos más claro que otros, recordamos que mi padre era capitán del Ejército y que en la época del terrorismo estuvo destacado en la zona de la Selva, en un pueblo cafetalero. Mientras muchos murieron o volvieron cuando terminó la guerra, él prefirió darse de baja de la vida militar y quedarse allá a formar una nueva familia.

Luego que mamá muriera, la vela, por supuesto, se mantuvo prendida, hasta hoy. En la mañana cruzó por fin la puerta nuestro padre y estamos aquí, en la sala de la casa, están todos mis hermanos y hermanas, varios nietos y dos bisnietos, juntos para escuchar, entender, contar, compartir y, principalmente, para recordar a mi madre y su esperanza a prueba de distancias y tiempos.