Por: Sarko Medina Hinojosa
La balacera es una fiesta de ruido seco y sin eco en la mañana entrada en calores infernales. Es domingo en todos lados y se siente en las calles tranquilas, rota la tranquilidad solo por ese retumbar extraño y solitario que se repite cuatro veces en el aire urbano del barrio. Son balazos.
Carmen cocina con el gas que lleva hasta allí un motociclista todos los últimos jueves del mes, con quien tiene un romance efímero de sexo mal hecho en la cocina. Es su venganza poética, que le llena de sabor los labios cuando besa a su marido cuando llega ebrio de otros amores y con el aroma de otras cocinas en el cuello.
El niño de seis años mira la tele, absorto en los colores casi naturales de la pantalla plana que le muestra un mundo lleno de fantasía y fiesta que nunca ve en las calles por donde da sus pasos hasta su colegio, de allí a los brazos de su mamá Carmen y después a los juegos con su papá en las noches que no sale a trabajar de taxista.
Su papá, al que llaman «Peluche», está corriendo para protegerse. Caminaba hacia la tienda a comprar un par de chelas para la sed de la mañana dominguera, cuando vio aparecer a ese motociclista y supo que venía por él. Trató de esconderse detrás de un poste pero, una bala que se incrustó en su hombro, lo impulsó a buscar refugio en su casa. Llegó a la puerta con dos tiros más en las piernas para empujar con el peso de su cuerpo herido la puerta metálica. Carmen no salió a ver nada, estaba segura que estaban matando a su marido y no quiso presenciarlo. Recordó de pronto que su hijo estaba en la sala.
Quien sí salió corriendo y sin miedo fue el niño que se llama igual que su padre: Pedro. Mira con ojos asustados la sangre que sale a borbotones de las piernas de su progenitor y de una nueva herida en otro de sus brazos y salta sobre él llorando, suplicando al encapuchado para que no mate a su progenitor.
Pedro está temblando, no dice nada, mira para un lado y otro buscando explicación del porqué están disparando contra él si no mató a nadie, si solo conduce un vehículo para que otros arranchen carteras al paso. Con el brazo que puede mover separa a su hijo de él y mira de una vez a su asesino sin miedo en los ojos. El niño saca fuerzas de donde nadie le enseñó y se aferra al cuerpo sangrante pidiendo con más fuerza: «¡No lo mates, mi papá es bueno! ¡No lo mates por favor, por favor!»
Es un segundo, el niño mirá un tatuaje en el brazo del mountruo, los recuerdos de las clases de catequesis, un viaje hasta ese santuario en el desierto y algo que le dijo su mamá. “¡Si matas a mi papito la Virgen de Chapi te castigará!”
El viento sopla con fuerza mientras el atacante, algo confundido, baja el arma y se va, sin dar la espalda, monta en su moto y se aleja mientras los vecinos salen para ayudar a Pedro. Carmen observó toda la escena mordiéndose la mano para no gritar. Nadie, ni los de la ambulancia y los policías que llegaron quince minutos después, lograron que Pedrito deje de abrazar a su padre.