Por Sarko Medina Hinojosa
Tendría tres años cuando caí de cara corriendo. Sí, recuerdo el dolor en el rostro y la tierra pegándose a mis mejillas, los brazos tibios de mi tía Alejandrina alcanzándome para levantarme. Todo lleno de besos fui cuidado y amado, como si las caricias pudieran borrar el golpe.
Años después, con quince, me caí tratando de saltar unos sillares que servían de medianera en el lote baldío donde vivía entonces. Al día siguiente la costra sucia cubría medio pómulo izquierdo. Inútilmente traté de ponerme una pañoleta en la cabeza para taparme la cara con una de las puntas. El auxiliar de disciplina, al que todos llamábamos «Perro», me riñó como si la herida fuera una falta grave.
—Quítate esa cosa de la cabeza, huevón —me gritó frente a todos—. Aquí no estamos en carnavales.
Con algo más de veintidós años, en la puerta de mi casa, me estaba asaltando un tipo. Parece que me caí mientras forcejeábamos y me estaba bolsiqueando cuando salió mi madre. Con el susto, el ladrón solo se fue llevándose el celular que ella me había regalado para mi cumpleaños. Al día siguiente, una carta críptica no me explicaba nada, pero a la vez lo decía todo: culpa y vergüenza por no poder defenderme y defenderla como hombre.
Hay caídas como las relatadas que solo alimentan recuerdos inciertos en momentos imposibles de descifrar, como ahora, que recuerdo cada una de esas tres mientras espero aquí. Un Cristo sin misión, sin nadie a quien salvar, a medio camino de un calvario mayor.
Estar sentado en este hospital, tratando de no pensar en lo que tengo que hacer, hace que sienta el peso completo de la culpa apretándome el pecho.
Mirado bien, sería un héroe. Un justiciero. Un tipo con la fuerza suficiente para hacer lo que nadie quiere hacer. Mi misión es secreta y, como en las series de aventuras que veía de niño, tengo que escabullirme entre batas médicas, carritos de comida insípida y enfermeras verdes que cuentan chismes midiendo las visitas de uno y otro. Soy un vestigio de detective, un vigilante que debe hacer lo que debe y burlar las cámaras inservibles de un hospital que se cae de pura vejez tricentenaria.
Vamos, no soy eso. De repente soy un delincuente que viene a robarle lo más preciado a un enfermo. Cruel y frío, sin importarme el estado del tipo que reposa ahí, golpeado hasta decir basta por un padre colérico que, sin medir consecuencias, lo dejó así: herido casi de muerte, hospitalizado y huyó, y solo yo sé dónde está.
Seré una bala perdida, una mala película como la que vi ayer: Rápida y mortal, con Sharon Stone. Porque yo también tengo mi venganza, pero no tengo un Russell Crowe que me alivie la tensión ni una puntería fenomenal que me ayude a cumplir lo que Leonardo DiCaprio no pudo contra Gene Hackman. Diablos, esa parte final, donde se revela que de niña el personaje de Stone tuvo que tratar de salvar a su papá colgado de una cuerda disparando, y termina perforándole la cabeza, fue fenomenal. Es un placer culposo, esas películas malas que repetían en la Gran Premier del Canal 8 de A-re-qui-pa. Sí, recordando ese número volando por la campiña y el jingle que acompañaba.
¿A quién le importa al final todo esto? Es mi cabeza tratando de aliviarme la culpa. Tengo que seguir, héroe o villano, barba afeitada, sin lentes, con barbijo y bata blanca robada, pañoleta de personal médico. Entrar a este cuarto que huele a ambientador barato y Sapoliopara pisos. Ver al cuerpo culpable allí, descansando, creyendo que se salvará.
Pero no. No habrá segundas oportunidades. Una inyección con aire en las venas, correr luego por el largo pasillo a paso moderado pero con el alma adelantada. Saber que es fácil burlar a la policía, en especial al agente que bajó a comprarse una gaseosa, a las enfermeras que atenderán más al bullicio de la máquina que delata la muerte aproximándose a ese cuerpo maldito.
El cuerpo del desgraciado que atropelló a mi hija.
A mi señorita de veintiocho años, con un nieto precioso de ocho años y una vida truncada por hacer horas extras esa noche en que este maldito aceleró lo suficiente para arrebatármela.
La bulla se extiende por los pasillos, mis pasos ya no son ágiles, mis sesenta años pesan como piedras. Me atrapan, me tiran al piso, me juzgan. Solo me importa lo que repiten una y otra vez:
—¡Está muerto!
Ahora sí, que me lleven a Socabaya. “Una caída más, ¡qué importa!”, valseo mientras me arrastran.