Juan Carlos Soto. Periodista y docente universitario

Una copia pirata de El pez en el agua fue el primer ejemplar que leí de él. Era un libro de memorias, con capítulos que alternaban entre la biografía personal y su experiencia política de 1990. Ese año, Mario Vargas Llosa se postuló a la presidencia del Perú. 

Un desconocido Alberto Fujimori lo derrotó en unas elecciones imprevisibles, en las que la izquierda y el Apra se subieron al tractor del outsider, quien, dos años después, acabaría con la democracia para convertirse en dictador.

Nunca había leído a Vargas Llosa. Compré el ejemplar impulsado por el chisme, por lo que había escrito sobre Hernando de Soto. Ridículo, vanidoso y susceptible como una prima donna, fueron algunos de los dardos que lanzó contra el economista.

La reacción de De Soto resultó brutal: dijo que el escritor era un hijo de p… Un duelo de astados arequipeños bajo los efectos de la nevada. 

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Vargas Llosa: El padre, su demonio

Tú ya lo sabes… que tu padre no está muerto”. Así comienzan esas memorias que me sedujeron. Es el diálogo entre él y su madre. Mario creció creyendo que su padre, Ernesto Vargas, había muerto. Su aparición inesperada en la soleada Piura cambió radicalmente la vida de aquel niño engreído por tíos y abuelos maternos. 

Por cada cucharada de sopa le contaban un cuento, alentando así su precoz vocación de escritor. Pero, para Ernesto Vargas, la literatura era una pérdida de tiempo, un camino a la bohemia y al “homosexualismo”. 

Violentamente lo arrancó de ese mundo e impuso una disciplina férrea, lo matriculó en el colegio militar Leoncio Prado. La ciudad y los perros, su primera novela, está inspirada en esa experiencia.

“Mi padre fue el primer dictador de mi vida”, ha confesado varias veces el Nobel sobre esa relación dolorosa. El odio hacia él lo volcó en sus personajes de ficción: El Esclavo, El Poeta, El Jaguar, y Santiago Zavala tienen padres violentos, autoritarios, machistas, mujeriegos, acomplejados… el espejo de Ernesto Vargas.

En los albores de una adolescencia sacudida por la rebeldía hormonal, me sentí profundamente identificado con esa visión del conflicto paterno. ¿Quién no ha odiado a su padre alguna vez? Ahí descubrí el poder de la literatura. Da contención. 

Uno ya no se siente tan solo. Conversación en La Catedral es nihilismo, pero muchos aspirantes a periodistas hemos justificado nuestras trasnochadas, macerados en humo y cerveza, inspirados en Ney, y por supuesto, en Zavalita. Escucho radios todas las mañanas y, en algunos casos, aprecio la reencarnación del Shinchi de Pantaleón…

Es lo primero que se me ocurre escribir esta noche de domingo triste. Me llega la noticia por WhatsApp: “Murió Vargas Llosa”. Varios recuerdos inundan mi cabeza. Sus visitas a Arequipa, su tierra natal, la del chupe de camarones que degustaba con placer supremo en La Palomino. Reviso Facebook.

 Muchos postean sobre el autor de La guerra del fin del mundo. No faltan sus acérrimos críticos. MVLl nunca fue popular por sus posiciones políticas. Era brutalmente sincero, como cuando dijo que el shock económico era el único camino para el Perú en 1990. 

De joven fue socialista; creía que la solución a los problemas de América Latina era la revolución. Finalmente, se posicionó en la derecha liberal. Ese viraje también marcó su obra.

La triada de su etapa socialista: La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral. Luego vino un proceso de transición con Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia y el escribidor. La guerra del fin del mundo inaugura su etapa liberal.

La izquierda lo llamó reaccionario

La izquierda lo llamó reaccionario. Incluso pone en duda la calidad de su obra finalizada la tríada socialista. Hasta hoy no le perdonan haber apoyado a Keiko Fujimori. ¡En fin!, esas son miserias que, estoy seguro, no sobrevivirán al tiempo, como sí lo harán sus libros.

Conversamos en el hotel Libertador una mañana de marzo de 2010. Vargas Llosa ha aceptado una entrevista. En ese entonces, ya tenía pensado donar su biblioteca personal a Arequipa. Mario se ha sentido profundamente arequipeño. Aunque sólo vivió un año de vida, esta ciudad, lo conecta con su abuelo Pedro, la mamá Dora o el tío Lucho. 

Gracias a su gestión, la Unesco declaró a la Ciudad Blanca patrimonio mundial de la humanidad, el Hay Festival estableció su sede permanente aquí y por él tendremos el Congreso Internacional de la Lengua Española este año.  

 El hombre que había escrito pesimistamente sobre el Perú, se mostraba optimista esa mañana. “Lo veo encaminado por fin”, me dijo, convencido de que las políticas liberales que él propuso en 1990 nos llevarían al desarrollo.

Ese propósito no se ha cumplido. Zavalita sigue preguntándose: ¿en qué momento se jodió el Perú?

Hoy es uno de esos momentos. Ha muerto este gigante de las letras, que alguna vez se atrevió a decir: El Perú soy yo.

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