Eran las 11:30 de la noche del 4 de abril de 1992 cuando los primeros tanques abandonaron silenciosamente el Cuartel General del Ejército. Mientras Lima dormía, una caravana de vehículos blindados se dirigía hacia el corazón del Poder Legislativo. A esa misma hora, en el Salón Dorado de Palacio de Gobierno, Alberto Fujimori repasaba por última vez el discurso que marcaría un punto de inflexión en la historia del Perú: el anuncio del autogolpe. A su alrededor, un grupo de generales asentía en silencio. La suerte estaba echada.

El reloj marcaba la 1 de la madrugada del 5 de abril, cuando los primeros soldados irrumpieron en el Congreso de la República. No hubo resistencia. Los pocos policías de guardia recibieron la orden de retirarse. Mientras los blindados tomaban posición en la Plaza Bolívar, equipos especiales del Servicio de Inteligencia Nacional allanaban simultáneamente las casas de destacados opositores. En los estudios de Canal 7, un técnico recibía la orden de cortar todas las señales de televisión. El país estaba a punto de despertar en una nueva realidad.

Mensaje nefasto

El 5 de abril de 1992 Alberto Fujimori avisaba del autogolpe de Estado mediante televisión.

A las 6:30 de la mañana, las pantallas de todos los televisores del Perú mostraron la misma imagen: Fujimori, con traje oscuro y mirada severa, anunciando la «reorganización total del Estado». Sus palabras, medidas y calculadas, justificaban la disolución del Congreso, la intervención del Poder Judicial y la suspensión de la Constitución. Fuera de cámara, los soldados rompían los sellos del Tribunal de Garantías Constitucionales. La democracia peruana, ya debilitada por años de crisis, acababa de recibir su golpe de gracia.

La reacción internacional no se hizo esperar. Apenas unas horas después del anuncio, Estados Unidos congeló su ayuda económica al Perú. La Organización de Estado Americanos (OEA) convocó una reunión de emergencia. Pero Fujimori lo había previsto todo. Mientras los organismos internacionales emitían condenas, él aparecía ante una plaza llena de simpatizantes, denunciando la «injerencia extranjera». Detrás de escena, Vladimiro Montesinos distribuía sobres con dólares a militares y dueños de medios. La maquinaria propagandística se ponía en marcha.

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Los días siguientes fueron un torbellino de censura y represión. Periódicos independientes como La República recibieron la visita de efectivos armados. Radios críticas vieron sus transmisiones interrumpidas. Mientras tanto, en las sombras, Montesinos consolidaba su red de control. Grababa conversaciones, compraba voluntades, tejía una telaraña de poder que pronto envolvería a todo el Estado. La prensa oficial hablaba de «renovación», pero los periodistas independientes sabían la verdad: el Perú había caído en una dictadura.

Fujimori capturó la democracia, eliminando el Senado y el Congreso y convocando a una nueva Constitución.

Un año después del autogolpe, en 1993, Fujimori promulgó una nueva Constitución. Redactada por un Congreso Constituyente dominado por sus aliados, el documento legalizaba su concentración de poder y abría la puerta a su reelección. La economía empezaba a mostrar signos de recuperación, gracias a duras medidas neoliberales. Pero el precio fue alto: sindicatos desmantelados, derechos laborales recortados y un Estado cada vez más al servicio del Poder Ejecutivo.

Mientras Fujimori se presentaba al mundo como el «vencedor del terrorismo», su régimen cometía atrocidades. El Grupo Colina, un escuadrón de la muerte vinculado al Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), ejecutaba a sangre fría a sospechosos en Barrios Altos y La Cantuta. Mientras que en las zonas rurales, miles de mujeres indígenas eran sometidas a esterilizaciones forzadas. Los informes de derechos humanos se acumulaban en escritorios de organizaciones internacionales, pero el gobierno los tachaba de «campañas difamatorias».

Los Vladivideos

El duo Vladimiro Montesinos y Alberto Fujimori llevó al Perú al abismo democrático.

La farsa democrática alcanzó su punto culminante en las elecciones de 1995. Con una oposición debilitada, medios comprados y una maquinaria estatal puesta a su servicio, Fujimori obtuvo una aplastante reelección. El mensaje era claro: el régimen había aprendido a vestir sus excesos con el ropaje de la legalidad. Mientras tanto, Montesinos perfeccionaba su sistema de control. Cada jueza, cada congresista, cada empresario importante tenía un precio. Y todos quedaban registrados en video.

El castillo de naipes comenzó a derrumbarse en septiembre del 2000. Cuando el canal de televisión Frecuencia Latina difundió el primer «Vladivideo», mostrando a Montesinos sobornando a un congresista opositor, el país entero vio por fin el verdadero rostro del régimen. En las semanas siguientes, nuevos videos mostraron la red de corrupción que sostenía al gobierno. Fujimori, acorralado, intentó un último movimiento: convocó a elecciones mientras preparaba su huida.

Los Vladivideos abrieron los ojos a todos los peruanos sobre los niveles de corrupción del gobierno de Fujimori.

El 13 de noviembre del 2000, desde Tokio, Fujimori envió su renuncia por fax. Pero el Perú ya había cambiado. Las protestas masivas, las revelaciones diarias, el descrédito internacional: todo conspiró para derrumbar lo que quedaba del régimen. En su lugar quedó un país traumatizado, con instituciones débiles y una profunda desconfianza en la clase política. La transición democrática, iniciada en 2001, tuvo que reconstruir todo desde cero.

Lucha por la democracia

La familia Fujimori, con Keiko a la cabeza, busca volver al poder, pero debemos evitarlo.

Hoy, más de treinta años después, las cicatrices del autogolpe siguen visibles. La Constitución de 1993, aunque reformada, sigue vigente. Los crímenes del Fujimorismo, aunque parcialmente juzgados, siguen generando controversia. Cada nuevo escándalo de corrupción revive el fantasma de Montesinos. Cada intento del fujimorismo por volver al poder reabre viejas heridas.

Lo más trágico es que el Autogolpe no solo destruyó instituciones: fracturó la memoria del país. Todavía hoy, mientras las víctimas de esterilizaciones forzadas exigen justicia, hay quienes recuerdan la era Fujimori como una época de «orden y progreso». Mientras los familiares de Barrios Altos y La Cantuta esperan reparación, algunos insisten en que «al menos acabó con el terrorismo». Esta división, este trauma colectivo, es quizás la peor herencia del 5 de abril.

El Perú de hoy sigue lidiando con las consecuencias de aquella noche de 1992. La desconfianza en la política, la fragilidad institucional, la tentación autoritaria que resurge en tiempos de crisis: todo lleva el sello del Fujimorismo. El autogolpe nos enseñó una lección dolorosa: que la democracia es frágil, que puede morir no solo por balas, sino por aplausos. Y que reconstruirla cuesta más que destruirla.

Treinta años después, mientras nuevos desafíos amenazan la estabilidad del país, la sombra del 5 de abril sigue siendo un recordatorio: sin vigilancia ciudadana, sin instituciones fuertes, sin memoria histórica, cualquier madrugada puede convertirse en el principio del fin. El Perú merece recordar, porque solo recordando puede evitar que la historia se repita.