Planeta Cadáver: NN

Por Jorge Condorcallo Ccama

Se conocieron en la morgue; él la vio llegar y su corazón saltó un gramo de emoción en la balanza. Era hermosa, una luz pálida dormida en la cama de zinc.

Los revisaron a ambos, los abrieron, los destriparon, los cosieron y los dejaron con las cabezas ladeadas para que se miraran en la madrugada. Ambos ofrecieron sus ojos disueltos, por los que desfilaron las últimas luces de sus vidas.

A las ocho los levantaron como a dos niños indefensos y los pusieron juntos en la misma camilla. Él siempre fue tímido, por lo que se alarmó cuando los abrazaron para que cupieran en la cámara frigorífica.

Permanecieron frente a frente durante tres meses, ya que nadie apareció en el despacho a reclamar el parentesco y darles sepultura. Se contemplaron a un centímetro de distancia entre sus bocas, y las miradas se nublaron por un sentimiento feraz. No sé si lo desearon y actuó la providencia, pero, a ochocientos kilómetros de distancia, se produjo un terremoto que destruyó la capital y, en esta ciudad, abotonó el primer beso de los cadáveres todavía frescos.

Un día volvió la luz y el encargado, al abrir la cámara, sintió la vergüenza de haber interrumpido la oculta felicidad de los olvidados. Se sacudió el sentimentalismo y, obedeciendo su deber, los separó con la misma fuerza que imponía el rigor mortis, quebrando la última postura en que la muerte los había unido. Luego, con la misma dureza, los acomodó dentro de las bolsas negras. Aquella separación fue una segunda muerte para los fúnebres amantes.

Los llevaron a un asentamiento humano poblado de calaminas oxidadas y perros famélicos, donde por necesidad habían fundado un cementerio en el cerro: una falda bordada con cruces y, en noviembre, una pollera multicolor de fiesta. Los enterraron con permiso y compasión de la gente pobre y buena que puso piedras alrededor de cada montón de tierra, amarró los palos en cruz, pintó las “NN” y rezó una oración para el eterno descanso de las almas sin nombres ni apellidos.

Se quedaron allí para siempre. Yo no creo en fantasmas, pero los vecinos que viven en la ladera y vuelven muy tarde de sus trabajos cuentan haber visto, en las noches que la luna lo permite, a un hombre y a una mujer sentados en esas tumbas, conversando como lo hacen los enamorados en los parques, sin pensar en la hora ni en el qué dirán.