Escribe: Víctor Miranda Ormachea
La persistente estampa de ciertos músicos —aquellos que no cifran su sustento en la ejecución cotidiana—, anclados a la repetición de un canon musical popular, resulta una curiosidad antropológica en el sofocante y a menudo predecible ecosistema de la escena musical local, nacional y, seguramente, latinoamericana y mundial. Una sombra de tedio cubre el repertorio: piezas que, para un oído avezado, se han vuelto odiosas a fuerza de repetición. ¿Qué fuerza telúrica impulsa a estos músicos hacia este bucle, a esta catalepsia de reiteración que se oye idéntica en radios para mayores, entre los feligreses de la nostalgia y entre los propios músicos que, cual autómatas, remedan el pastiche?
La hipótesis —no exenta de cierta perspicacia— se decanta por la primacía de la fama minúscula, el reconocimiento efímero y el aplauso casi condicionado de las veinte almas asistentes al pequeño bar céntrico, por encima de cualquier amor genuino por la música, esa pasión que invoca una necesaria trascendencia. Aquí reside una divergencia cardinal con quienes, con acierto o extravío, construyen un mensaje propio: estos últimos, al menos, operan bajo la convicción de una transmisión autoral. Los primeros, en cambio, invierten tiempo y dinero en ensayos e implementos para replicar lo ya mil veces masticado y se complacen en la reverberación —por ínfima que sea— de una gloria prestada. Es un espectáculo que invita a la disección.
La elección de piezas archiconocidas no es casual: obedece a una estrategia de maximización de la recompensa, una pulsión que el cerebro —hedonista como siempre— gestiona con maestría. La dopamina, neurotransmisor central en el circuito de gratificación, se libera con la aprobación social, y el aplauso, por modesto que resulte, activa precisamente esos circuitos del sistema límbico. La familiaridad del estímulo musical —el cover popular— reduce la carga cognitiva del oyente, allanando el camino a una respuesta positiva. El efecto de mera exposición (mere-exposure effect) postula que la preferencia por algo se acentúa con la exposición repetida, aun sin una apreciación consciente. El público, entonces, premia lo que reconoce, y el músico, al recibir esa validación instantánea, solidifica su elección de repertorio: un circuito retroalimentado de complacencia recíproca.
Para el músico de covers no profesional, la performance trasciende el mero acto musical; se convierte en un ritual de validación identitaria. En un orbe donde la singularidad artística es ardua de cultivar y aún más difícil de capitalizar, el rol de “músico” se asume a través de la interpretación de lo popular: un atajo hacia el reconocimiento. La pericia técnica y la destreza instrumental, aunque ostensiblemente presentes, no se ponen al servicio de una exploración sonora personal, sino de la fiel reproducción de un original. La motivación se desplaza del arte como expresión al arte como interacción social, espejo de una nostalgia colectiva sin vértices. Se busca el flow de la ejecución sin el riesgo de la novedad; la satisfacción de la destreza sin la angustia de la incomprensión.
La aversión que ciertos temas pueden generar en el oído crítico, tras décadas de saturación, testimonia una fatiga estética, un desgaste de la significación. Sin embargo, para el músico de covers, este hastío resulta irrelevante ante la promesa del aplauso. Aquí, la música no opera como vehículo de catarsis personal o exploración vanguardista; su función se constriñe a la de instrumento de cohesión social en un nicho particular. La banda de covers deviene en reducto, en un círculo de camaradería donde el ensayo y la presentación ofrecen un marco de pertenencia. La inversión de tiempo, esfuerzo y capital no se mide en rédito económico, sino en capital social y emocional.
El “limbo iterativo” y el “bucle absurdo” que tan agudamente se perfilan son, en última instancia, reflejos de una demanda y una oferta cultural que se retroalimentan en un ritual casi litúrgico. Si tanto los oyentes como los músicos, en este segmento particular, no manifiestan un interés profundo por la música en su dimensión más intrínseca o transgresora, es porque su placer reside en la familiaridad compartida, en la confirmación de un gusto preexistente. La música, para ellos, no posee un significado ulterior: es la banda sonora de un momento social, un fondo ambiental, un mero catalizador para la conexión y la validación.
No se trata de una ausencia de destreza, sino de una jerarquía de valores donde la complacencia prevalece sobre la originalidad. Estos músicos, y sus audiencias, buscan en el acto musical aunque sea un leve reconocimiento cómplice, una mímesis con sus héroes sonoros de antaño que les permita, por instantes, sentir la resonancia de una gloria ajena. En este sentido, la música se transmuta en accesorio de una pulsión más fundamental: la necesidad humana de ser visto, de ser aplaudido, de ser parte de algo —aunque ese “algo” sea la reiteración infinita de un estribillo insufrible. La motivación real, entonces, trasciende lo puramente artístico para anclarse en lo profundamente humano: la imperiosa necesidad de validación y la búsqueda del placer que emana de ser reconocido, por mínimo que sea el escenario o la audiencia.