Escribe: Víctor Miranda Ormachea
I. La Paradoja de la Heterogeneidad Original
El post-punk contemporáneo emergió como un antídoto dialéctico al punk: si este último fue un grito visceral contra el orden establecido, el otro se construyó como su contraparte reflexiva, una meditación filosófica sobre las ruinas dejadas por la explosión. Joy Division, The Cure, Bauhaus o Siouxsie and the Banshees, lejos de implantar un parámetro sónico homogéneo, operaron como polos magnéticos divergentes. La fuerza gravitatoria que los unía no radicaba en una estética sonora uniforme, sino en una «causa común» compartida: una sensibilidad introspectiva, una pulsión por explorar la subjetividad a través de texturas disonantes, líricas existenciales y atmósferas que oscilaban entre lo claustrofóbico y lo etéreo.
Esta diversidad se amplificó con proyectos como Durutti Column, cuyas composiciones acústico-experimentales desdibujaron los límites del género, o A Place to Bury Strangers, que inyectaron noise y shoegaze en su ADN. La cultura gótica, en su fase auroral, funcionó como un crisol donde convergían lo industrial (Skinny Puppy), lo neomedieval (Miranda Sex Garden), lo ceremonial (Dead Can Dance) lo celestial (Cocteau Twins) y tantas variantes como se pueda imaginar. El post-punk contemporáneo no era un género, sino un archipiélago de islas interconectadas por el desasosiego.

II. La Degradación Xerográfica: Del Bauhaus al dancehouse
El declive comenzó no con una implosión, sino con una replicación mecánica. El mal llamado «post-punk ruso» – encabezado por Motorama, Molchat Doma o Human Tetris – redujo el género a una fórmula: bajos pulsátiles, guitarras cortantes y voces monocordes que, lejos de evocar la profundidad de Ian Curtis, caricaturizaban su cadencia. Un revival que más que una resurrección, constituyó un embalsamamiento: tomaron el aspecto más accesible del legado de Joy Division (su ritmo hipnótico) y lo despojaron de su carga existencial, convirtiéndolo en soundtrack para fiestas de «nostalgia irónica».
Latinoamérica, ávida de novedades bailables, abrazó el fenómeno con un fervor casi patético. Bandas como Leonora Post Punk, Size o Ritmo Peligroso replicaron el modelo ruso, añadiendo un barniz de tropicalidad kitsch. El resultado fue un pastiche que fusionaba la solemnidad impostada del post-punk contemporáneo con la frivolidad de la música urbana, como en el caso de Friolento, que se hizo viral al versionar reggaetones populosos en estructuras post-punk de molde. España no se quedó atrás: Depresión Sonora convirtió la melancolía en un eslogan de discoteca, un happy sad para masas desentendidas de cualquier trasfondo filosófico.
III. Neuroestética de la Melancolía vs. Dopamina Danzante
Cómo siempre, la neurociencia explica un poco las cosas, la predilección inicial por el post-punk podría interpretarse como una búsqueda de estimulación disfórica. La música melancólica activa la corteza cingulada anterior y la ínsula, regiones vinculadas a la introspección y la empatía emocional. Este tipo de estímulo, aunque displacentero en superficie, genera una catarsis cognitiva al permitir al oyente procesar emociones negativas en un marco estético controlado.
En contraste, el post-punk danzable contemporáneo opera sobre el circuito de recompensa dopaminérgico. Los ritmos cuaternarios y las líneas de bajo repetitivas activan el núcleo accumbens, priorizando el refuerzo hedónico sobre la profundidad emocional. La transición de lo introspectivo a lo hedonista refleja un cambio en las demandas psicológicas colectivas: de la contemplación de lo abismal a la necesidad de anestesia mediante el movimiento.
La psicología evolutiva añade otra visión: en contextos de incertidumbre social (como la posmodernidad líquida), los individuos tienden a buscar experiencias que ofrezcan gratificación inmediata. El post-punk bailable satisface esta demanda, pero a costa de vaciar el género de su potencial crítico.

IV. Excepciones en el Desierto: Protomartyr, Kaelan Mikla, Boy Harsher y la resistencia silenciosa.
Pero no todo es nihilismo danzante, proyectos como Lebanon Hanover o Drab Majesty preservan la esencia introspectiva del género, aunque operando desde sus márgenes. Su música no busca complacer al cuerpo solamente, sino que intenta causar un efecto más trascendente: armonías modales, letras que exploran la disforia de género o la soledad cosmológica, y una producción que privilegia la textura sobre el ritmo. Boy Harsher, Kaelan Mikla o, mejor aún, Protomartyr, por su parte, rescatan el aspecto más áspero y ácido del espectro gótico con narrativas cinematográficas, violentas y realistas, recordando que el post-punk puede ser visceral sin ser primitivo.
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Estos artistas son, sin embargo, minorías en un panorama dominado por el post-punk de aeropuerto: fácil de digerir, fácil de olvidar. Su existencia prueba que el género aún puede ser un vehículo para la introspección, pero su relevancia cultural se ve opacada por el ruido de los sintetizadores baratos y los aplausos de quienes confunden oscuridad con pose.

V. Underground y Mainstream, o Cómo lo Subversivo se Vuelve Decorativo
La tragedia del post-punk moderno no es su popularidad, sino su banalización, lo que una vez fue un espacio para cuestionar las estructuras personales y del establishment, se ha convertido en un parque temático donde la rebeldía se reduce a sobretodos negros y sombras en los ojos. Las fiestas «góticas» actuales son a la contracultura lo que el Día de Muertos de Disney es al mictlán: un espectáculo descafeinado, una parodia que celebra su propia muerte.
El género, como un fénix cíclico, quizás renazca de sus cenizas. Pero mientras tanto, habrá que recordar que el post-punk no era solo un ritmo, sino un lamento, y los lamentos, cuando se convierten en coreografías, pierden su razón de ser.