Por: Sarko Medina Hinojosa
El caso comenzó como cualquier otra noche en Jacobo Hunter. Yo, el capitán Paredes, enviado a este distrito periférico después de una «reorganización estratégica» del alto mando —eufemismo para un destierro profesional después de veinte años en Homicidios del centro—, estaba terminando mi tercer café cuando la radio transmitió la notificación: dos fallecidos en la posta. Una anciana centenaria y su hijo con síndrome de Down. El café instantáneo me supo a medicina caducada, por no decir a mierda
—Paredes, muévase rápido —comunicó el Coronel Mendoza por la radio—. Los medios de comunicación ya están obstruyendo la escena.
El lugar emanaba ese aroma característico a solución antiséptica y resignación. Estaba en la Morgue Centra, la anciana y el hombre yacían con expresión plácida, salvo por la decoloración perioral y el distintivo olor químico que emanaba de sus cavidades bucales. Huelen a veneno de ángeles, para los nuevos, como diría mi amigo Medina.
—¿Hallazgos preliminares? —le pregunté al doctor Torres, un facultativo cuya vejez estatal rivalizaba con las instalaciones mismas.
—Solución de ácido muriático diluido en bebida carbonatada —respondió, contrayendo el rostro—. Causó necrosis completa del tracto digestivo superior. El sujeto masculino falleció primero, la mujer resistió aproximadamente sesenta minutos más, según nuestras estimaciones.
Tanta palabrería para decir que les dieron raticida.
Volví a la Comisaría de mi sector ya que allí vivían los ancianos. En el tercer piso, bajo custodia policial por dos agentes visiblemente fatigados, localicé a Sergio Huanca. Setenta y dos años, facciones endurecidas por décadas de adversidad.
—Señor Huanca —inicié el interrogatorio informal, tomando asiento junto a su cama—. Necesito su versión sobre lo ocurrido con su madre y su hermano.
—Déjeme tranquilo —murmuró, dirigiendo su mirada hacia las luces nocturnas de Hunter—. No tengo nada que decir.
—Tenemos sus huellas dactilares en el recipiente del mataratas. Hay una ferretería cerca de su casa y fácil es preguntarle al señor Mamani si compró el sobre. Usted estaba cansado de todo y en un momento tomó una mala decisión, ¿Es así?
—¿Y qué espera que le diga? ¿Que estaba harto? ¿Que mi existencia se cagó cuidando a una centenaria con demencia y a un adulto con discapacidad que requería asistencia todo el tiempo? No entiende, ellos eran mi vida, pero yo nunca podría…
Pero la narrativa presentaba inconsistencias. Su lenguaje corporal, su patrón discursivo algo de verdad… El expediente parecía conclusivo hasta que Marta, recién egresada de la Escuela Policial, recuperó evidencia crucial.
—Capitán —me abordó, con notable agitación—. Esto estaba oculto en el colchón del paciente con síndrome de Down.
La caligrafía era rudimentaria, pero el contenido… cielos, el contenido revelaba una comprensión que trascendía su aparente condición:
«Sergio, hermanito: Ya no soy bueno. Mamá no esta buena. No te casas por mí. Compré para dormir. Perdón.»
—Santo cielo —expresé involuntariamente, percibiendo el peso sustancial del documento probatorio.
Fui a la Ferretería del barrio y con la certeza regresé dónde el anciano. Estaba llorando en negación.
—Mi hermano… me superó —sollozaba—. Siempre subestimé su comprensión, pero entendía, entendía todo, lo hizo por mí, mi santa madre no iba a poder, se fue en gracia.
Me ubiqué junto al ventanal, observando el panorama de Hunter. En las calles, la rutina urbana continuaba, ajena a esta tragedia familiar. El informe preliminar establecía: homicidio seguido de suicidio. Pero la verdad… la verdad actuaba como el agente corrosivo: desintegraba las certezas hasta dejar solo dudas.
Mientras examinaba la evidencia por última vez, encontré huellas parciales no catalogadas en la carta. Huellas diminutas, arrugadas por el tiempo. Huellas centenarias.
Fue entonces cuando comprendí la verdad: no fue el hijo con síndrome de Down, sino la madre anciana quien orquestó todo. La letra infantil, la planificación simple pero efectiva… Ella liberó a sus dos hijos con un último acto de decisión autónoma.
Abandoné el hospital cuando el astro solar comenzaba su ascenso. En la esquina, un venezolano ofrecía café.
—¿Cargado y con doble azúcar, mi jefe?
—Sírvalo negro —respondí—. Sin azúcar. Ya es suficientemente amargo este día.
Esa noche, frente al informe oficial, mi mano se detuvo. La justicia legal exigía claridad, pero la justicia humana demandaba compasión. Con deliberación redacté: «Causa de muerte: intoxicación por agente corrosivo administrado por la madre de la víctima. Móvil: lo envenenó por amor.»
Y cerré el caso, sabiendo que hay verdades que la ley no puede juzgar. Si ya me desterraron por lo menos que me dejen ser poeta en un caso tan claro como el café.