Por: Sarko Medina Hinojosa

El rugido de la motocicleta cortaba el aire nocturno como el cuchillo a una barra de mantequilla. Jusei ajustó su casco, repasando mentalmente los detalles del trabajo. Sicario durante cinco años, tiempo suficiente para volverse insensible a la culpa, o eso creía. Recordaba con más cariño el desayuno que le preparó su abuela que a las familias de los asesinados por su mano.

La música de la fiesta se filtraba por las calles estrechas del barrio. Aurelio Crisolo Cano, su objetivo, celebraba el cumpleaños de su hijo menor. Lo había estado siguiendo durante días, estudiando sus rutinas, esperando el momento perfecto. La ironía de arrebatar una vida durante una celebración no se le escapaba. “¿Para qué son tan banderas pues?”, se decía.

Entre los invitados estaba Jorge, el hermano mayor de Aurelio, quien servía en el ejército y llevaba un arma oculta, la iba a vender al día siguiente a uno del barrio por mil soles.También estaban los primos, Pedro y Luis, quienes habían perdido a su padre por el sicariato dos años atrás y cargaban sendas navajas.

La brutalidad de lo inevitable, la piedra que rompe un vidrio con un mensaje pegado, la bomba molotov que mutila el brazo que intenta alejar su estallido de niños, la granada dejada para asustar y las coronas en las puertas, anticipo de los velorios. Esta vez la amenaza se cumplirá por la falta de diez mil soles en la cuenta del extorsionador y será con bala.

Jusei irrumpió en la fiesta montado en su moto negra. Los niños gritaron, las mujeres corrieron. Dos disparos precisos, y Aurelio cayó, su sangre mezclándose con la cerveza derramada sobre el piso de cemento.

El escape era de rutina, poderosa máquina lo salvaría de cualquier obstáculo. Acelerar, perderse en las callejuelas, desaparecer en la noche, negra como el alma del gatillador. 

Pero… 

Jorge reaccionó primero, su entrenamiento militar activándose como un resorte. Pedro y Luis lo siguieron, la rabia acumulada de años de impotencia ante la violencia convertida en acción.

La persecución fue breve pero intensa. La moto derrapó en una curva ante la pérdida de control de su conductor, un poste único con foco salvado en toda la cuadra conspiró contra su escape. Los disparos de Jorge encontraron su objetivo. Jusei cayó, todavía vivo, su casco rodando por el asfalto. En sus ojos se reflejaba algo que sus perseguidores conocían bien: el miedo a la muerte.

No se acabaría allí. Pedro fue quien sacó el bidón de gasolina. La decisión fue silenciosa. Como en un ritual ovejuno, todos callaron, los vecinos que salieron a chismosear fueron alejados. El fuego se elevó hacia el cielo nocturno, las llamas consumiendo la moto y al hombre, quién estaba amarrado con alambres a su máquina de huidas. 

Horas más tarde, en el hospital, mientras los médicos declaraban la muerte del aún NN, los policías del sector llamaban a los periodistas, levantados de su descanso por el escabroso titular que se diluiría entre tantos más de cada día. 

Jusei nació, creció, lo violentaron, lo golpearon, lo drogaron, lo embriagaron. Una sola persona podría reclamar su cadáver carbonizado y no tenía las fuerzas para reconocerse parte de ese proceso de furia que invadió a su nieto. La ignorancia y el amor, la culpa y el no saber qué hacer, la culpa y culpa gatillando sus porqués y sus hubiera tardíos.

Los primos huyendo a la selva dónde unos parientes, Jorge regresando al cuartel. Todos queriendo que nadie hable más de la cuenta. Los policías ávidos de una recompensa ante cámara al encontrar a los culpables.  

En los meses siguientes, el suceso se olvidaría. Pero, unas manos huesudas, vacías de mantequilla, llenas de culpa, entregan un papel con tres nombres y unos billetes, guardados entre los resortes de un viejo colchón a un jovenzuelo, quién tiene una moto, tiene un arma, y fue violentado, golpeado, drogado y embriagado en unos cuantos años y que ahora tiene una plaza libre y trabajos que realizar.  

También te podría interesar: Historias al atardecer: Confesiones frente a la muralla del silencio