Escribe: Victor Miranda Ormachea
La gente no escucha música nueva porque, simplemente, el cerebro no quiere hacerlo. La ciencia, ha demostrado fehacientemente, que somos esclavos de nuestras propias limitaciones biológicas y el cerebro es un órgano conservador, más perezoso de lo que creemos. Estudios recientes en neurociencia sugieren que, cuando nos enfrentamos a estímulos novedosos, la corteza auditiva se activa más intensamente, generando una mayor carga cognitiva, esto supone demasiado esfuerzo, y como toda máquina eficiente, el cerebro tiende a economizar recursos. Por eso, preferimos lo predecible, lo que ya conocemos y lo que nos reconforta en su familiaridad.
Para ser más específicos, estudios como los publicados en el Journal of Neuroscience han demostrado que el cerebro busca patrones repetitivos en la música, los cuales generan una respuesta de recompensa al liberar dopamina, un neurotransmisor asociado con el placer. Este fenómeno explica por qué volvemos a escuchar la misma canción una y otra vez: no por una cuestión estética, sino porque nuestra mente se siente cómoda y satisfecha en lo que ya conoce, incluso se ha detectado que los mismos circuitos cerebrales que se activan con la música conocida se relacionan con la evitación del riesgo, como si escuchar algo nuevo implicara un peligro cognitivo.
Lo triste, o quizás lo más irónico de este fenómeno, es que culturalmente hemos sido entrenados para reforzar este hábito. En el Perú, por ejemplo, la radiodifusión ha mantenido al público en una suerte de hipnosis colectiva, las mismas 100 canciones, programadas en bucle, han construido una trinchera sonora que nadie parece dispuesto a saltar. Los medios de comunicación han hecho de la repetición su bandera, tal vez porque han comprendido, consciente o inconscientemente, esta tendencia cerebral. ¿Por qué arriesgarse a introducir nuevos sonidos cuando se puede mantener al público embobado en un circulo de repetición infinita de sonsonetes enajenantes? Al fin y al cabo, el riesgo no paga, basta con hacer un recorrido por cualquier emisora para notar cómo la repetición no solo es una fórmula, sino casi una religión: la lista de reproducción de los éxitos es inamovible, atemporal y, hasta letal para la curiosidad musical.
También están las razones etarias, los centennials y alphas, generaciones que se han criado con dispositivos tecnológicos adheridos a las manos, no encuentran en la música una identidad personal, como sucedía con generaciones anteriores. Para sus mayores la música era un estandarte de lucha o un vehículo de identificación social, pero hoy, para los jovenes, la música es un entretenimiento de fondo, una cortina sonora que acompaña otras actividades más gratificantes, como revisar TikTok. La música ya no es una experiencia central, sino un insulso accesorio sobre el que no cabe la exploración, máxime en un contexto en donde los artistas no son héroes ni líderes culturales, sino un producto mas, dentro de una cadena de consumo rápido, y no ejercen ningún tipo de influencia transformadora en la sociedad, lo que contribuye a concluir que la música ha perdido su capacidad de ser un vehículo de cambio o reflexión.

Todo esto se refleja en estadísticas y estudios recientes. Un informe de IFPI (Federación Internacional de la Industria Fonográfica) reveló que, en promedio, las personas menores de 30 años dedican mucho menos tiempo a descubrir música nueva que las generaciones anteriores, en cambio, optan por playlists curadas por algoritmos complacientes que no hacen más que incidir en lo que ya escuchan y que evitan la incomodidad de la novedad. El concepto de “descubrimiento musical” ha quedado reducido a un clic pasivo en una lista de reproducción automática.
Otro factor que no podemos ignorar es el colapso de los rituales musicales tradicionales. Antes, descubrir nueva música implicaba una serie de actividades: ir a una tienda de discos, revisar reseñas, hablar con amigos interesados en la música, etc. Hoy, todo está al alcance de nuestros teléfonos, y lo que hemos ganado en accesibilidad, lo hemos perdido en ritualidad; la música, despojada de su carácter de evento, se ha convertido en una actividad anodina, trivializada por la facilidad con la que podemos acceder a millones de canciones. Paradójicamente, en una era de abundancia musical, la apatía es la reina absoluta.
Incluso lo que Simon Reynolds llamó «retromanía» parece haber sido solo el principio, ya ni hay interés por lo retro, porque en el fondo ya no importa nada, solo interesa aquello que proporcione satisfacción inmediata, en el marco de la mayor era de hedonismo que la humanidad ha conocido, la exploración musical está en extinción; descubrir nuevas sonoridades es un acto que, salvo en círculos reducidos, ha perdido todo su lustre. La música se ha convertido en un producto de consumo rápido, desechable, diseñado para complacer al cerebro holgazán y su eterna búsqueda de comodidad. ¿Quién tiene tiempo para lo nuevo?
Y es que el fenómeno no es exclusivo del ámbito musical, está incrustado en una cultura que glorifica la gratificación instantánea y minimiza cualquier forma de esfuerzo. Como señala el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en «La Sociedad del Cansancio», vivimos en una era en la que la inmediatez y la eficiencia se han convertido en valores primordiales, a expensas de cualquier proceso que requiera profundidad o paciencia, entonces, el acto de descubrir nueva música se percibe no solo como innecesario, sino casi como un lujo absurdo que pocos están dispuestos a permitirse; escuchar algo nuevo implicaría salir del piloto automático, y eso parece un esfuerzo monumental para una sociedad envanecida en la superficialidad.
Entonces… la gente no escucha música nueva porque no le interesa, y no le interesa porque su cerebro, condicionado biologicamente y, además, entrenado por la cultura del confort, prefiere lo fácil. La exploración musical ha sido reemplazada por la conveniencia, y lo nuevo ha dejado de ser un atractivo para convertirse en una molestia. En un mundo que valora la inmediatez por encima de todo, la música —como tantos otros aspectos de la vida— ha quedado atrapada en una espiral de mediocridad y repetición, y, si algo queda claro, es que estamos presenciando el ocaso de la curiosidad auditiva, lo que, definitivamente devendrá en el fin de la creatividad, asi que quita esa canción horrorosa que nadie conoce y pon una de Maná