CINEPSIS: Canciones desde el más allá

Por: Jorge Condorcallo Ccama

Con dificultad de principiante presiono las cuerdas de la guitarra para formar con mis dedos la clave de una nota difícil. Con suavidad y cierto temor desciende mi diestra como un abanico y nacen los sonidos que se esparcen por la habitación; comienzo con torpeza una canción que lleva el sello del misterio. Una canción que transa con los ángeles y demonios; con la resignación, la locura y la misma muerte.

La importancia de la música es incuestionable porque es bálsamo en nuestras efímeras e intrincadas existencias. Y no son pocas las canciones que causan repelús cuando prestamos atención a lo que sus letras atesoran. Estas únicas composiciones remecen nuestras más firmes creencias y convicciones. Su verdad provoca el desencajado asombro. Es todo. Hechas la presentación y advertencias, es usted bienvenido a este insólito concierto.

Bolero sepulcral

Todavía vibra con la aspereza propia del disco de vinil en el que habita y si hay suerte la pone el operador de la radio, entre sorteos matutinos y felicitaciones de cumpleaños, en las horas dedicadas a los boleros de antaño. El título de esta obra musical es Bodas negras y la interpretó por primera vez el afinado Julio Jaramillo en 1965. Lector, imagina la película en blanco y negro en la que una pareja, ella con su vestido estampado con flores y él con su bigote de galán mexicano, a lo Jorge Negrete, bailan con gracia mientras escuchan con estupor: “Sentó a su lado la osamenta fría y celebró sus bodas con la muerta”.

La necrofilia es, sin prejuicios ni miramientos, el tema principal del bolero. La descarnada letra proviene del poema homónimo cuyo autor es el inspirado y versátil sacerdote venezolano Carlos Borges que se desentendió de las virtudes y censuras propias de su investidura para abrazar con apasionamiento los restos de la mujer que amó y murió, en el estricto sentido de la palabra y no como la hipérbole del amor perdido. El resultado es tristísimo y macabro a la vez: “Ató con cintas los desnudos huesos, el yerto cráneo coronó de flores, la horrible boca llenó de besos…”.

Por qué se fue, por qué murió…

En los años sesenta el peruano Cesar Ichikawa, en medio de destellantes bailarinas gogó, cantaba la historia de la chica que falleció en los brazos de su novio tras sufrir un aparatoso accidente de tránsito. El último beso consolidó al grupo nuevaolero Los doltons en una época de revolución y experimentación en la música. La canción que por momentos parece una plegaria por la petición desesperada sobre el infausto destino fue escrita, en su versión original, por el músico norteamericano Wayne Cochran en 1962.

“Al verme lloró, me dijo amor, allá te espero donde está el señor”, canta Cochran en su característico estilo que solapa la auténtica tragedia. Y es que en la víspera de la navidad de 1961 una simpática y risueña adolescente soñaba con la felicidad de camino a su primera fiesta junto a su enamorado y otros amigos. La densa neblina impedía ver la pista por la que conducía el novio y el automóvil que iba a gran velocidad se estrelló contra un camión. Wayne vivía cerca de la carretera y escuchó el choque. Al llegar a la escena encontró a un hombre que ayudaba a retirar el cuerpo destrozado de Jeannette Clark, la muchacha de Last kiss.

La leyenda, ojalá sea así, ha añadido que para remate de la desgracia familiar, esa noche el padre que trabajaba de rescatista en el cuerpo de bomberos fue quien, sin poder identificarla, sacó el cuerpo maltrecho de la quinceañera. Y al verla tendida en el asfalto reconoció la ilusión de la hija que la noche anterior se probó el mismo vestido frente a él.

La niña y el profesor

“Ella por volverlo a ver, salió a verlo al mirador, él volvió con su mujer, ella se murió de amor”, escribió el poeta cubano José Martí por 1877 y casi un siglo después musicalizó el mexicano Oscar Chávez, para, con sus notas rebosantes de melancolía, ponerla en el firmamento de la música latinoamericana hasta hoy. El poema y canción llevan un título que ha de ser inolvidable por su trasfondo: La niña de Guatemala.

La niña es y siempre será, tanto en la literatura como en la música, María García Granados que conoció a Martí cuando el poeta llegó a la capital guatemalteca para ejercer la docencia en las aulas del Instituto de la Casa de las Niñas de Centro América donde María fue su alumna. Ella se enamoró perdidamente de su profesor; mas él estaba comprometido con el amor de su vida, Carmen Zayas. Tras el idilio repleto de poemas José se marchó y creyó que María habría superado la ilusión de ese amor imposible por lo que pasado un tiempo volvió a Guatemala, pero esta vez de la mano de Carmen, ambos ya felizmente casados. A la niña se le rompió el corazón y días después falleció de tuberculosis o como entonces se llamaba a esta enfermedad: mal de amores.

El poema escudriña el episodio para contar lo que quizás ocurrió de mano del autor y amante: “Se entró de tarde en el río, la sacó muerta el doctor, dicen que murió de frío yo sé que murió de amor”. Escucho mientras intento reflexionar sobre el amor y el efecto que tiene en el espíritu de los adolescentes porque también soy maestro. Pero solo pienso en José Martí acariciando el rizo que le obsequió María García Granados y la fotografía donde ella escribió: “Tu niña, Guatemala”.

Crimen y locura

Alelí o bailando con tu sombra es el canto del arrepentimiento tras el final de un amor trágico. Arrepentimiento que se aviva en la nostalgia, la ternura e, incluso, el erotismo que confiesa cada verso: «Yo te desnudaba para ver cómo era el mar…»; en su lirismo van enhebrandose el fervor y la desesperación porque el canto de amor se transfigura en amor enfermizo y asesino: «Cómo he podido matar, a quien me hacia soñar?». La canción de Victor Heredia remonta sobre la locura y la fatalidad hacia la culpa y el remordimiento. También delata un romanticismo tenebroso y sobrenatural porque presenta los tópicos de la fantasma iterativa que parece desconocer su destino y el amante homicida condenado a danzar cada noche con la muerta o su conciencia.

No hay entrelíneas forzadas por la interpretación antojadiza ni leyendas inventadas para darle glamur a esta historia. El mismo Heredia contó cómo surtió su mano la canción maldita que bendijo al cantante Abel Pintos en el festival de Viña del Mar del 2004. En una visita a una cárcel de Argentina escuchó de unos presos la historia de un reo que juraba que cada noche se aparecía la mujer a la que mató por celos para bailar con él una vez más. Los celadores veían al loco-asesino asir el aire y moverse al compás de una pesadilla para bailar con su sombra, sin parar…

Perales

Giro la rueda del aparato de radio y doy con una de las emisoras que se encargan de surtirnos nostalgias y viajes en el tiempo en los afamados programas denominados música del recuerdo. Es un universo de baladas que se apropian de la voluntad de taxistas, oficinistas, ambulantes, enfermeras, de quien se ponga delante de su fuerza hipnótica y los hacen cantar, susurrar o silbar las melódicas tristezas que les hablan de amores buenos, malos y peores.

Comienza de pronto José Luis Perales y nos avisa que sorteará su habitual repertorio romántico, “Hoy siento no poder cantarte una canción de amor. Hoy tengo, amigo mío, roto el corazón”, y continúa su composición Pequeño marinero que, para sorpresa de la audiencia, el cantautor dedica a un niño que murió ahogado en el pantano de Entrepeñas en España cuando hacía navegar su velero de juguete. El estribillo lo confirma: “Y en la playa una mujer de luto, lloraba por la vida que no dio fruto…”.

A ritmo de tragedia

En septiembre de 1996 falleció la cantante de cumbia Miriam Alejandra Bianchi, más conocida como Gilda y aún más conocida por sus éxitos bailables No me arrepiento de este amor y Fuiste. Un camión arrolló el bus en el que viajaba la artista y junto a la intérprete de Paisaje murieron también su madre e hija. El accidente enlutó a toda la Argentina y al mundo que la seguía y admiraba.

Sobre la pista, como en el videoclip de la canción póstuma, quedó el casete con las canciones inéditas del siguiente disco. La letra de No es mi despedida, que perfilaba como tema principal, fue revisada y arreglada por Gilda el día anterior del accidente para hacer de ella, sin imaginarlo, el presagio escrito y cantado de la tragedia que la inmortalizaría: “Quisiera no decir adiós, pero debo marcharme, no llores por favor no llores, porque vas a matarme”.

Sea por la canción que anunciaba el nefasto destino, por la cima de la fama en la que se encontraba o ambas, desde entonces y a diario los fans visitan la tumba de Gilda en el cementerio de Chacarita en Argentina para pedirle milagros y esperanza a la mujer a la que bautizaron con reverencia como la santa de la música tropical.

Melodías de muerte

Cada vez que oigo Caraluna me anima su estribillo radiante, festivo: “Mientras siga viendo tu cara en la cara de la luna, mientras siga escuchando tu voz”. Luego supe que el ex Bacilos, Jorge Villamizar, había sondeando lo más íntimo de su corazón hasta llegar a un recuerdo y, al punto de la profanación y el testimonio terapéutico. Escribir Caraluna que por su cadencia, ritmo e instrumentos que se ensamblan puede confundirnos al tratar de deducir el tema central. “Tu huella el mar se la llevó, pero la luna sigue ahí, pero esa luna es mi condena…”, Villamizar reveló que esos pasajes fueron inspirados por la dramática historia de la novia que se ahogó en la mar de una playa ecuatoriana. Quién iba a pensarlo.

El salsero Tito Nieves evoca a su hijo, muerto de cáncer a los huesos, en la canción Fabricando fantasías que tiene diversas interpretaciones, pero la verdad pone los pelos de punta; Beto Cuevas le regala Mas allá a la fan que se suicidó por el temor de nunca conocer a su más grande ídolo, el entonces vocalista de La ley; antes de ser la voz de Los fabulosos Cadillacs, Vicentico, con diecisiete años, compuso Basta de llamarme así, tras la traumática experiencia de haber visto morir a su hermana Tamara de sobredosis.

Son todas por hoy.

Voy a la búsqueda, encuentro y revelación de más canciones con esqueletos, telarañas y espesa niebla entre las líneas de sus pentagramas, para leer los armónicos epitafios, romper la podrida madera de sus misterios y hablar con los habitantes de esos féretros sonoros. Hago el cambio rápido de nota y recorro el último arpegio. Mis dedos se resienten por la poca práctica, el sonido aún permanece en el aire, confuso, ingrávido e inasible como si fuera un fantasma desconcertado que va diluyéndose en el horror de conocer su realidad.