Por Víctor Miranda Ormachea
Todo artista genuino lleva un cadáver en el sótano: su obra anterior. La creación no es parto, sino necrofilia controlada. Los que sobreviven son aquellos que aprenden a amar el olor a descomposición. Hablemos de los que mastican sus éxitos y escupen dentaduras postizas.
El ajusticiamiento sonoro: cuando el creador se mata a sí mismo
Tori Amos no evolucionó: cometió un harakiri sonoro. En 1988, como Y Kant Tori Read, era la perfecta marioneta del synth-pop: cabello teñido de neón y letras que olían a chicle pisoteado en la acera. Luego, en «Little Earthquakes» (1992), tomó un martillo y convirtió el piano en un féretro donde enterró a su doppelgänger comercial. No hubo transición: hubo un ajusticiamiento.
Lingua Ignota opera bajo otro credo. De los himnos litúrgicos de «All Bitches Die» (2017) a las baladas apalaches distorsionadas de «Sinner Get Ready» (2021), su trayecto es un acto de vandalismo contra la coherencia. Mas aún en su nueva piel como Reverend Kristin Michael Hayter, cantando en un granero incendiado grabaciones de tractores agonizando como percusión. No cambia de género: dinamita el concepto de su propia imagen.
Hasta en el pop, reino de los mártires voluntarios, hay ejemplos de autosabotaje. Cyndi Lauper, después de colonizar el inconsciente colectivo con «Girls Just Want to Have Fun» (1983), secuestró géneros como el jazz, el blues, el IDM y hasta el musical. No quedandose en el simple homenaje, sino encarnando y poseyendo dichas vertientes en actos de simbiosis sorprendentes.

Neurociencia del caos: por qué el cerebro premia la traición
El cerebro, órgano cobarde por diseño, guarda una falla tectónica: su adicción al caos. Neurocientíficos de Zúrich observaron que músicos como Björk —cuando abandonó el house de «Debut» (1993) por los glitches cardíacos de «Homogenic» (1997)— presentaban actividad epileptiforme en el córtex prefrontal. No era creatividad: era un cortocircuito calculado. La dopamina aquí no premia el éxito, sino la magnitud del riesgo.
Pero la biología también castiga. Illya Kuryaki and the Valderramas, que en los 90 fusionaron rap y funk con la elegancia de un tigre en una cristalería; o Babasónicos, héroes multiformes e irredentos de la transformación en los noventas, terminaron reciclando chistes viejos para públicos que envejecieron sin dignidad. Sepultura, tras perder a Max Cavalera, se convirtió en una machacadora sin filo. Y Pearl Jam, desde iniciado el siglo XXI, apenas pudo notar los cambios de paradigma. La psicología evolutiva lo explica: el miedo a lo desconocido es más fuerte que el asco a la repetición. Así sobreviven AC/DC, Iron Maiden, Foo Fighters o Def Leppard: no son bandas, sino taxidermistas de su propio legado.

Mutaciones letales: el precio de la herejía
Algunas metamorfosis son tan radicales que requieren víctimas. Scott Walker, el crooner que en los 60’s hacía llorar a adolescentes con «The Sun Ain’t Gonna Shine Anymore», recorrió un derrotero de reinvención que dio lugar a maravillas como «The Drift» (2006) una ópera donde los platillos eran reemplazados por golpes de carne contra una mesa. Perdió el 90% de su audiencia. Ganó la inmortalidad.
Radiohead, tras ser ungidos como el estandarte del rock con «OK Computer» (1997), respondieron con «Kid A» (2000): un disco que sonaba como el diario de un androide en pleno ataque de pánico. Los fans se enfurecieron, pero la critica y la historia los canonizó.
Pero no todos sobreviven a la metamorfosis. Depeche Mode, tras el clímax de » Songs of Faith and Devotion» (1993) o «Ultra» (1997) concibió repeticiones insalubres de «Exciter»(2001): electrónica castrada, beats que sonaban a juguete roto, en un ciclo de medianía que hasta la fecha no ha sido superado.
La repetición como arte marcial: palimpsestos y taxidermia
Hay quienes convierten la repetición en arte marcial. Leonard Cohen probablemente grabó la misma balada cientos de veces, pero cada versión era un nuevo estrato en su mina de azufre lírico. Meredith Monk explora la voz humana como si fuera un continente por conquistar: misma herramienta, nuevos mapas. Nick Cave, desde «The Boatman’s Call» (1997), escribe variaciones del mismo poema gótico, pero cada una contiene universos paralelos.
El truco es tratar la reiteración no como fotocopia, sino como palimpsesto. Mientras The Rolling Stones regurgitaban «Sympathy fornthe Devil» como parte de una línea de ensamblaje, Cohen supo excavar en sus versos hasta encontrar el hueso bajo la carne.

Zombis en gira: la inercia como ritual
En el extremo opuesto, los no muertos siguen de tour. Bon Jovi, U2, Metallica: cadáveres que firman autógrafos con manos de cera. Sus discos nuevos son taxidermia sonora: la forma perdura, el órgano vital se pudrió. Bryan Adams canta «Summer of ’69» como si recitara el menú de un restaurante en quiebra. La antropología lo llama «rituales de inercia»: ceremonias vacías que continúan no por significado, sino por incapacidad de detenerse.
Conclusión: el arte como crimen sin resolver
¿Por qué importa? Porque el arte verdadero no es un producto: es un crimen sin resolver. The Flaming Lips lo entendieron al grabar «Zaireeka» (1997), un álbum que requiere cuatro reproductores simultáneos. No era música: era un acto de terrorismo contra la comodidad auditiva.
Como escribió John Cage, “El arte no es autoexpresión. Es cambio”. Y en ese cambio, reside la única inmortalidad posible: no en la repetición de éxitos, sino en la negativa a aceptar que el arte pueda ser otra cosa que un acto de resistencia contra la estaticidad.