Por: Sarko Medina Hinojosa

Una vez más, Héctor llegó a la casa vacía. El eco de sus pasos resonó en las baldosas frías mientras arrojaba las llaves sobre la mesa. Trató de descansar en esa cama de dos plazas, ahora inmensamente solitaria, y no lo consiguió. A pesar de haber estado manejando más de 10 horas seguidas, con el cuerpo entumecido y la vista cansada, no consiguió cerrar sus ojos. En su mente solo retumbaban las palabras de su esposa María durante su última llamada.

«Ignacio está imposible, Héctor», le había dicho con la voz quebrada por el cansancio. «Está arisco, contestón, y no consigo hacerlo obedecer ni siquiera para que estudie. Necesita a su papá. Te necesita a ti, no a mí gritándole todo el día».

Su familia se encontraba a más de 340 kilómetros y doce horas de camino. Estaban en ese valle interandino donde María había conseguido trabajo en el Ministerio de Salud, pero lamentablemente, en el último año la cambiaron a un pueblo ubicado a dos horas de la casa donde vivían con sus dos hijos. Así que la familia se subdividió otra vez, como células que se separan contra su voluntad. La esposa llegaba de noche a la casa con el menor de los hijos de cuatro años, Lucio, durmiendo en sus brazos, el rostro marcado por el polvo del camino y sin tiempo ni energía para escuchar con paciencia a Ignacio.

Héctor se levantó de golpe y caminó hasta la ventana. Las luces de la ciudad parpadeaban indiferentes a su dilema. Estaba con unas putas ganas de mandar todo al diablo y mandarse a jalar lejos. Tenía plata en el bolsillo, más de dos mil doscientos soles de la quincena recién cobrada que le pesaban como piedras. ¿Pero de qué mierda le servían si su mujer estaba lejos, si sus hijos crecían sin él, si Ignacio empezaba a convertirse en un extraño?

Consultó la hora en su celular: 11:45 de la noche. Y entonces, movido por un resorte primigenio que venía de lo más profundo de sus entrañas, cogió su maleta de ropa, metió algunas prendas sin orden alguno, y se fue directo al Terminal Terrestre.

«Un pasaje para Huamanga, el que salga más pronto», dijo en la ventanilla, con una determinación que no sentía desde hace años.

El viaje se le hizo eterno. Cuando finalmente llegó a casa, allá en el pueblo, encontró a su hijo Ignacio durmiendo solo, abrazado a un cuaderno garabateado con dibujos de camiones como los que su padre manejaba. Su esposa tuvo guardia en el Puesto de Salud, así que no pudo llegar esa noche. La esperó despierto hasta la mañana siguiente, abrazando a su hijo que, entre sueños, se aferró a él como si temiera que fuera a desaparecer.

Cuando escuchó la puerta abrirse, María se quedó petrificada al verlo sentado en la cocina, preparando café.

—¿Te dieron permiso para venir? —le preguntó ella con una mezcla de sorpresa y recelo, dejando su bolso médico sobre la silla.

—No —fue la respuesta seca, mientras le alcanzaba una taza humeante.

—¿Entonces? —insistió ella, con el ceño fruncido y una chispa de esperanza que intentaba disimular.

—Nada, solo quería verlos —respondió él, evitando su mirada.

—Ya, está bien —le contestó ella mientras se ponía a preparar el desayuno, con el corazón latiéndole con mil preguntas que no se atrevía a formular por miedo a las respuestas.

Ese día Ignacio despertó alegre, como si hubiera recuperado algo que creía perdido. Se fue al colegio arrastrando los pies como siempre, pero regresó con una enorme sonrisa que le iluminaba el rostro e hizo sus tareas temprano, sin necesidad de que nadie le recordara su obligación.

Lucio, vencido su temor inicial ante ese semihombre que apenas reconocía como padre, pasó la mañana correteando en la plaza con su papá, chillando de alegría cuando lo alzaba por los aires. Luego prepararon juntos el almuerzo, un arroz con pollo que quedó medio quemado pero que sabía a gloria, y alcanzaron a María allá en la posta para comer juntos, como la familia que alguna vez.

María observaba a Héctor con una sonrisa extraña, enamorada, la misma que él recordaba de sus primeros años juntos. Y él estaba como… no sabía cómo estaba, ¿o sí? Sí, era sentir que realmente estaba vivo y feliz, que estaba donde debía estar, aunque significara renunciar a tanto.

A la noche, ella le preguntó en medio del silencio cómplice que prosigue después del amor, cuando los cuerpos aún están entrelazados y las respiraciones vuelven lentamente a la normalidad:

—¿Cuándo te irás?

Héctor meditó un momento la respuesta porque sabía que sería definitiva y cambiaría la situación de manera radical. Abandonaría sueños propios, el orgullo de conducir un poderoso bus de dos pisos, el dinero para comprar muchas cosas, el asfalto bajo las ruedas, el bullicio de un motor a sus pies, los amigos del camino, todo por un futuro incierto… ¿Incierto?

No. Miró hacia la habitación contigua donde sus hijos dormían abrazados, y supo con absoluta claridad que lo único incierto era seguir lejos de ellos, seguir siendo un fantasma que aparecía una vez al mes.

Sin pensarlo más, con una seguridad que le nacía del alma, le dijo mientras la besaba:

—Me quedaré nomás.

Y se quedó.