Por: Sarko Medina Hinojosa
La doctora Torres observó cómo Ana entraba como un vendaval a su consultorio, con Joshua siguiéndola dos pasos atrás. El aire acondicionado apenas mitigaba el calor arequipeño de las tres de la tarde. Después de tres años de terapia en el mismo consultorio frente a la Plaza de Yanahuara, conocía bien ese patrón, esa tensión que se acumulaba entre sesión y sesión.
“¡Es un insensible!» Ana se dejó caer en el sofá, temblando. Sus manos se aferraban al chal tejido que Gabrielito le había regalado en su último cumpleaños, comprado con sus propios ahorros en Topy Top. «¿Sabe lo que me dijo anoche? Que extrañar a Gabriel es «el dolor más hermoso». ¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede decir que perder a nuestro hijo es hermoso?»
Joshua se sentó en el otro extremo del sofá, frotándose inconscientemente el costado de su cabeza donde un tatuaje imitaba la cicatriz que alguna vez marcó el cráneo de su hijo. El sol de la tarde arequipeña se colaba por la ventana, iluminando el sillar blanco de las paredes de la Iglesia casi al frente, recordándole aquellas tardes en que Gabrielito insistía en que fueran a la Plaza de Armas a ver las palomas, incluso cuando ya la quimio lo había dejado sin fuerzas.
La doctora Torres esperó. Conocía la historia como si fuera propia: el día que Gabriel se desmayó en plena clase de Educación Física en el colegio San José, los mareos que al principio atribuyeron al soroche, las tomografías en la Clínica Arequipa que revelaron lo impensable: astrocitoma anaplásico, un tumor cerebral agresivo en un niño de apenas ocho años.
Recordaba las consultas que hicieron Joshua y Ana, llegando con nuevos resultados, nuevas esperanzas. El viaje a Lima buscando segundas opiniones, los préstamos hipotecarios, familiares hasta vendiendo el auto para pagar los tratamientos. La operación que duró once horas, durante las cuales Ana rezó sin parar como le enseñaron en el Colegio de los Sagrados Corazones, mientras Joshua caminaba como león enjaulado por los pasillos del hospital.
Gabriel salió diferente de esa operación. Ya no era el mismo después de ver su cicatriz. Se escondía de sus amigos, no quería ir al colegio. Joshua llegó un día con el tatuaje, era casi idéntica la cicatriz en su cabeza rapada que la de Gabriel.
Joshua mantuvo la mirada fija en sus manos cuando Ana dejó de sacara toda la furia de su interior y un poco de silencio se hizo para que dijera algo en su defensa: «Cuando Gabriel se sentía mal por su cicatriz, me hice el tatuaje. No fue suficiente para salvarlo, pero fue suficiente para devolverle la sonrisa. Recuerdo cuando regresé del local de tatuajes en la Gran Vía. Gabriel estaba en cama, había sido un día malo con la quimio. Pero cuando me vio, sus ojos se iluminaron como si le hubiera traído el regalo más grande del mundo.»
Se tocó el tatuaje, un gesto que la doctora Torres había visto cientos de veces en estos años. «¿Saben lo que me dijo? «Papá, ahora sí parecemos los Guerreros del Misti», por ese juego que inventamos donde éramos superhéroes que protegían Arequipa al estilo de los Avengers.»
La doctora Torres recordaba los meses siguientes: las quimioterapias que consumían los ahorros y las esperanzas por igual, llegando, incluso, a realizar polladas, las noches en emergencias cuando la fiebre no cedía. Gabriel, cada vez más delgado, sonriendo siempre que le preguntaban por su «cicatriz gemela» con su papá. Fue en ese tiempo que la contactaron para la terapia, la enfermedad los estaba quebrando como pareja y necesitaban ayuda.
«La gente no entiende», continuó Joshua. «Mi madre, cuando la visito en Sachaca, me dice que debo superarlo, que el dolor no es sano. Los vecinos murmuran que no es normal que después de tres años todavía vaya todos los domingos al cementerio. Pero este dolor… viene con cada recuerdo. Con las mañanas que, aunque estaba mal, insistía en ir a comprar queso helado a esta misma plaza. Con las tardes que pasábamos en el Parque Selva Alegre, inventando historias de superhéroes, ya no tenía para llevarlo a los clubes que antes éramos socios, pero que bien se divertía allí. Con su cara de felicidad cuando comía un poco de pastel de papas en La Mundial, un lujo que nos dábamos de tanto en tanto, diciendo que cuando fuera grande sería chef.»
Se detuvo, ahogando un sollozo. «Viene con el último día, cuando me pidió que abriera las ventanas para ver el día, el sol, el Misti. Estaba tan débil que tuve que cargarlo. «¿Ves, papá?», me dijo, «Somos fuertes». Y sí, duele como la concha de su madre recordar que al día siguiente ya no despertó, ¡Sí! Y que el padre Carlos tuvo que venir corriendo a darle la extremaunción, que todo el barrio se volcó al velorio en la Iglesia de Yanahuara. Pero en ese dolor están sus risas, sus sueños, sus palabras.»
Ana lo miraba, las lágrimas corriendo por sus mejillas. «Pero yo también lo extraño, y no necesito…»
«Lo sé», la interrumpió Joshua. «Cada quien lleva el duelo a su manera. Tú guardas sus fotos, sus juguetes, su camiseta del Melgar que usó en su último partido de fútbol con sus primos. La mochila con sus cuadernos que sigue colgada detrás de la puerta de su cuarto. Yo guardo este dolor. No porque sea masoquista, sino porque en este dolor está todo el amor que le tuve, que le tengo.»
Se pasó la mano por el tatuaje nuevamente. «Cada vez que me duele, recuerdo su voz diciéndome «Papá, somos igualitos».
La doctora Torres observó el silencio que siguió.
Ana se movió en el sofá, acortando la distancia entre ella y Joshua. No lo tocó, pero sus hombros se relajaron. «¿Te acuerdas», dijo despacio, «cuando le dijiste que si la gente quería mirar, podían mirarnos a los dos?»
Joshua asintió. «Creo que estoy loco, pero siento que, si alguna vez deja de dolerme, si alguna vez esto que me acompaña día tras día se va, también se irá él”. Ana quiere tocarle la mano, pero no puede, mira a la doctora y logra hacer contacto físico. Por fin puede entenderlo.