Por: Sarko Medina Hinojosa
El bebé tendría nueves meses y gateaba que daba gusto. La casa era de un solo cuarto grande en el primer piso, el cual fuera una tienda en tiempos idos y ahora alojaba a la familia de la nueva obstetra del pueblo. El segundo piso no servía para habitarse y solo se usaba como almacén de maíz, para secarlo extendido. Las gradas de piedra y adobe que conducían a ese recinto sin puerta eran la delicia del pequeño y se ubicaban en el patio interior. Su papá, su mamá y su hermano mayor de ocho años lo sabían y evitaban de mil maneras que sus manitas agarraran el primer escalón, ya que a velocidades de ternura subía las gradas y podría desbarrancarse en alguna oportunidad.
La vida apacible en un pueblo donde la vida se detenía en la modorra de la mañana y parte de la tarde, no ofrecía mayores riesgos para los adultos, salvo las fiestas patronales y alguna que otra trifulca con los caballos tercos, los toros de lidia, el arado que no avanza, los amores de tarde en la plaza o alguna molestia estomacal que los llevara de urgencias a la posta. Mientras no pasara nada de eso todo era consumir lentamente los minutos al son del vuelo de los moscardones y su taladrar constante de cualquier objeto hecho con madera, en especial techos, vigas y parantes.
Esa lentitud de vida está bien para los grandes, pero para un bebé ansioso de explorar su mundo no es así. Pero ese día está durmiendo a la una de la tarde, luego de tomar leche, para alivio de la madre que tiene que ir al trabajo en el centro de salud y que lo arropa y sella todo atisbo de luz solar entrante mediante periódicos, mantas y demás bloqueadores para crear la artificial obscuridad en el cuarto. Dentro de diez minutos llegará del colegio el otro hijo y cuidará al pequeño, por la tarde arribará en la combi el padre y ella llegará por la noche, así es la rutina diaria.
Un zumbido despierta al pequeño.
La puerta al patio interior (y a las escaleras) no estaba bien trancada.
A un costado de la casa está la comisaría y allí descansa el teniente Fernández. No hay mucho que hacer ese día así que reposa de la guardia de la noche. Una voz se cuela entre la pesadez del calor y llega a sus oídos somnolientos. Trata de no hacerle caso pero instintivamente se para y sale a la puerta principal.
Al llegar tarda un instante en acostumbrar los ojos a la brillantez del día y mira asombrado la escena que se le presenta.
Allí, a menos de un salto esta un pequeño de ocho años, el hijo de la nueva obstetra, con los brazos en alto dirigidos hacia el balcón de la casa.
—¡Manito no te sueltes manito! —es el ruego que hace.
El efectivo eleva la mirada un poco y ve al bebé colgando del balcón, sus manos están agarradas increíblemente soportando todo su peso.
El instinto lo hace moverse.
Los dedos del pequeño no aguantan más y cae en medio del grito de su hermano, el cual se siente empujado a un costado por una fuerza irresistible.
El teniente logra atrapar al bebé justo en la caída y lo abraza. El otro niño se levanta raudamente del suelo y estrecha con sus bracitos al policía.
Por la noche, al calor de un pisquito y gaseosa, un caldo de gallina y muchas risas, se cuenta una y otra vez la anécdota. El bebé duerme plácidamente en su camita, soñando nuevamente en remontar las escaleras y alcanzar por fin a ese animal misterioso que entra y sale de los huecos de las maderas del balcón.