Por: Sarko Medina Hinojosa 

La tarde caía sobre la playa La Bomba en Camaná cuando Edelmira y Jacinto decidieron caminar por la orilla. El mar estaba algo picado, con olas que rompían contra la arena. Ella, que siempre había sido temeraria a pesar de sus 72 años, se detuvo y miró el agua con anhelo.

—Solo quiero mojar los pies —dijo, y antes de que Roberto pudiera detenerla, ya se había quitado las sandalias.

La primera ola la tomó por sorpresa, golpeando sus rodillas con fuerza. La segunda la hizo trastabillar. Roberto intentó alcanzarla, pero sus piernas de 75 años ya no respondían como antes. Cuando llegó a ella, ambos perdieron el equilibrio. El agua fría los empapó mientras luchaban por mantenerse sentados en la arena, con las olas golpeándoles la espalda.

—No puedo levantarme —dijo ella con la respiración entrecortada.

Jacinto se paró con dificultad e intentó levantarla, pero no pudo. Se cayó también.

Se miraron, el agua llegándoles a la cintura. Roberto pensó en levantarse una vez más, pero la pierna derecha no le respondía. Temía que una ola más fuerte se llevara a Edelmira mientras él no estaba. Ella, por su parte, se aferró a su mano, negándose a quedarse sola.

Luego de intentar gatear, revolcarse y otra maniobra más, el cansancio los ganó. Se acomodaron como pudieron mientras las olas los inundaban, pero no los arrastraban, solo los mantenían sentados, con el agua rodeándolos.

—Mira dónde vinimos a parar —dijo ella con una risa amarga—. Después de treinta años sin vernos, y ahora esto.

—Si no te hubieras casado con el comerciante de frutas… —empezó Jacinto.

—¡Qué carachos!, si tú no te hubieras ido a Lima, dirás —replicó ella.

El agua seguía golpeándolos, cada vez más fría mientras el sol descendía.

—Al menos estamos juntos ahora —murmuró él.

—Aunque sea si vamos a morir, que sea juntos —terminó ella.

Mientras recuperaban el aliento que les arrebataba cada ola, revisaron sus vidas, entrelazadas, desenredadas como las olas que ahora los amenazaban: Edelmira había terminado conviviendo con un comerciante de frutas en Arequipa después de que Jacinto partiera a Lima por una discusión absurda sobre quién había coqueteado con quién en una fiesta patronal. Sus vidas se habían bifurcado como caminos en el desierto, ella criando tres hijos que ahora vivían en el extranjero, él construyendo una familia que se había dispersado por el país. Y solos, cuando los hijos ya buscaron el amor en otras alas menos paternales, maternales, y el tiempo los había liberado de sus obligaciones, se habían reencontrado en el mercado San Camilo, él comprando mangos, ella vendiendo hierbas medicinales, porque la vida es así: un viaje a recuperar un terreno de sus padres y ella en el lugar de siempre.

Sin pensarlo mucho decidieron escapar a La Bomba, esa misma playa donde cincuenta años atrás se habían besado, acariciado, amado, recorrido, suspirado, y vuelto una y otra vez a forjar en su piel recuerdos que ni el más pérfido de los suspiros podría arrancar. La playa inmensa, el cielo de sábana y el mar rompiendo de orquesta, la misma playa que seguía tan solitaria como entonces, donde ahora tenían estacionado el viejo auto Datsun del 85 con Pochi, un perrito callejero que habían rescatado hace tres días y que se había convertido en su compañero de aventuras.

Se alejaron caminando, agarrados de la mano, luego de comer sandía, de ella posar coqueta en las rocas del final del canal que llevaba agua al mar de arrozales, un momento de amor y luego la caminata, nadie en la playa, solo ellos. Ahora, ambos presentían, con esa intuición que dan los años, que el destino seguía jugando con ellos, dándoles apenas unos momentos de felicidad robada antes de separarlos nuevamente con la muerte ahogada, reviviendo lo que pudo ser y no fue.

Y fue entonces cuando los encontré. Caminaba por la playa desde unos tres kilómetros abajo. Reflexionando sobre mi reciente separación, queriendo que todo acabara para mí, tomando fotos distraídas al atardecer, tratando de pensar en lo que vendría a continuación, la soledad, sin pensar en el destino de mis huellas, llegué a verlos y me les acerqué solo por curiosidad.

Los vi allí, cuando estuve cerca, empapados y temblando, pero aún conscientes. Les grité preguntando si necesitaban ayuda, y ambos asintieron con alivio.

—¡Por favor! —gritó él—. Sáquela a ella primero, está de frío.

Me metí al agua y, con esfuerzo, logré ayudarlos a ponerse de pie a los dos. Los sostuve mientras caminábamos hacia la arena seca. Una vez fuera del agua, se sentaron en la arena, exhaustos.

Mientras recuperaban el aliento, y yo volvía con ropa y toallas de su carro, me preguntaron qué hacía allí. Les conté mi historia, para qué disimular con quienes vieron la muerte helada. Me dieron consejos sobre cómo recuperar a mi familia, ¡imagínate! Extraña manera de devolverle el favor a quien los encontró en su aventura final.

Los acompañé hasta su hotel que quedaba en el centro y allí me contaron su historia, o mejor dicho, sus historias que se entrelazaron, desataron y volvieron a enlazar. Antes de despedirse, ella me miró con ojos cansados pero agradecidos.

—Ya verás, siempre hay un roto para un descosido, si no es con ella, será con alguien, pero no estarás solo.

—Eres un buen joven —remató Jacinto, mientras el perro rescatado me aullaba contento a mis pies de cuarenta y seis años.

Los vi entrar al hotel, cada uno apoyándose en el otro, dos vidas que se cruzaron demasiado tarde o, de repente no, estaban a su hora, en el momento preciso, porque, al final, ¿de qué está hecha la felicidad?