Trinidad Fernández nació en la ciudad de Arequipa en 1830, hijo del veterano de la Independencia don José Cruz Fernández. Desde muy joven, se inclinó por la carrera militar, ingresando a la armada peruana a los 12 años. Posteriormente, en 1844, se unió al ejército de tierra como subteniente tras los conflictos en Arica y la ruptura con Inglaterra. Alcanzó el rango de capitán y participó en importantes eventos históricos como la batalla de La Palma en 1854, antes de retirarse del servicio activo.
Paralelamente a su carrera militar, Fernández cultivó su amor por las letras. En 1851 inició estudios formales bajo la guía del literato español Fernando Velarde, lo que marcó el inicio de su trayectoria literaria. Sus primeras composiciones fueron coplas ligeras, pero desde 1852 colaboró en diversas publicaciones como La Ilustración, La Revista, El Iris y El Progreso Católico. Además, participó en la fundación de periódicos como La Tunda, El Independiente, El Perú y El Argos, demostrando su versatilidad como escritor y editor. En 1867 publicó su obra poética más destacada, Violetas Silvestres.
Tras su incursión en el ámbito literario, Trinidad Fernández desempeñó el cargo de Secretario de la Prefectura del Callao. Fernández falleció en el Callao en 1873, a causa de la tisis. Su legado perdura como el de un hombre que combinó el deber militar con una destacada producción literaria, dejando una huella significativa en las letras peruanas del siglo XIX.
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El pensamiento
[En: Antología escolar de la poesía arequipeña. Carlos Maldonado Ramírez. Arequipa, 1955, p. 18]Amenazando derribar sus muros
en los peñascos duros.
Choca rugiendo embravecido el mar
y sus tumbos colérico revienta.
Y sublevado intenta
la tierra con sus aguas inundar.
Lidiando con él noto, al fin el aura,
victoriosa restaura
De las revueltas olas la quietud,
que sumisas se van a las riberas.
Gimiendo plañideras,
a apagarse con tierna lentitud.
Tal así el pensamiento revelado,
pugna desesperado
por romper su raquítica prisión.
Tentando, en vano, a derribar la meta
que su vuelo sujeta
y ataja de su impulso la ascensión.
Más, palpando su mísera impotencia,
amaina su impaciencia,
y torna hacia su centro, como el mar…
Por eso ahora desolado siento
que es un mezquino don el pensamiento
si en su más grande anhelo ha de estallar