El asfalto ardía bajo sus pies mientras los vehículos pasaban zumbando a su lado, levantando pequeñas corrientes de aire caliente que apenas aliviaban el sofocante calor del desierto. Manuel caminaba con pasos lentos pero decididos por la carretera Panamericana Sur, dejando atrás Camaná y mirando hacia el horizonte, donde kilómetros más allá, se alzaba Arequipa como un espejismo de salvación.
Cada paso era un recordatorio, cada kilómetro una memoria. Los camiones y automóviles pasaban inmisericordes a su lado, algunos tocando la bocina en señal de molestia, otros simplemente ignorando su presencia, como si fuera un fantasma más en el desierto costero.
«¡Viejo loco!», gritó alguien desde una ventanilla, y Manuel sonrió amargamente. Sí, quizás estaba loco. Loco por haber permitido que el alcohol le robara todo, sorbo a sorbo, año tras año. Mientras caminaba, los recuerdos lo asaltaban como las olas que había dejado atrás en Camaná.
Recordó la primera vez que Rosa, su esposa, empacó sus cosas. «No puedo más, Manuel. No puedo ver cómo te vas a la mierda». Se llevó a los niños, dejándolo solo con sus botellas y sus promesas vacías de cambio. Los años pasaron, y las botellas siguieron siendo su única compañía, hasta que el trabajo también se esfumó, y luego la casa, y finalmente la dignidad.
El sol comenzaba a descender cuando sus piernas empezaron a fallar. Se sentó en una roca al borde de la carretera, contemplando el vasto desierto que lo rodeaba. Tal vez este sería su final, pensó. Morir solo en la carretera, como había vivido los últimos años: solo y a la deriva.
El rugido de un motor diesel lo sacó de sus pensamientos. Un enorme camión disminuyó la velocidad hasta detenerse unos metros adelante. Manuel observó cómo la puerta del copiloto se abría y una voz ronca lo llamaba:
«¡Eh, amigo! ¿Necesita un aventón?»
Con las últimas fuerzas que le quedaban, Manuel se levantó y caminó hacia el camión. El conductor era un hombre de mediana edad con el rostro curtido por el sol y una sonrisa amable.
«Suba, que la noche en el desierto es traicionera», dijo el camionero, ayudándolo a subir.
El interior de la cabina era cálido y acogedor. Manuel sintió cómo sus músculos adoloridos comenzaban a relajarse mientras el camión retomaba su marcha.
«¿Y adónde va usted, señor?», preguntó el camionero después de un momento de silencio.
Manuel miró por la ventana. El sol poniente teñía el cielo de naranja y púrpura, y por primera vez en muchos años, sintió que algo se removía en su interior. Una chispa que creía extinta comenzó a arder nuevamente. Sus ojos se humedecieron mientras una sonrisa genuina se dibujaba en su rostro arrugado.
«A vivir», respondió. «Voy a vivir.»
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