Por: Sarko Medina Hinojosa

Corres. Siempre corriendo, como si las piernas fueran a salvarte esta vez. Como aquella tarde cuando le echaste el limón al Lagarto en los ojos y creíste que podías ser más rápido que su venganza. Las zapatillas gastadas contra el pavimento, el aire cortándote la cara, el corazón en la garganta como un puño.

Te creías pendejo, ¿no? Nueve años tenías nomás y ya andabas jodiendo a los mayores. El Lagarto era el rey de la cuadra, once años de pura maldad concentrada, y tú vas y le aprietas una cáscara en los ojos como si fueras invencible. La misma cáscara que tu vieja había usado para el cebiche del almuerzo. Todavía me pregunto de dónde sacaste los huevos.

Ese día corriste como si el diablo te persiguiera. Y el diablo tenía nombre fuera de la chapa legendaria: Luis Alberto Torres, con los ojos rojos de furia y limón. Te alcanzó a la altura de la bodega de don Lucho. Una patada en la pierna derecha y te fuiste al suelo como saco de papas. Los brazos rasmillados contra el cemento, la vergüenza ardiendo más que las heridas. Pero no te hizo nada más ese día. Y eso fue peor, porque te dejó macerar el miedo.

El sábado siguiente, cuando ya casi te habías olvidado, cuando pensabas que el Lagarto tenía memoria de pescado, te cayó la venganza como una lluvia ácida. El Chato y el Taparaco aparecieron de la nada, como dos sombras entrenadas en el arte de la emboscada. Te agarraron por la espalda mientras jugabas trompo en la vereda con el Artur, quién corrió como alma que lleva el diablo. Sus manos eran como tenazas, y aunque te retorcías como culebra, no había forma.

Y ahí llegó él, con una bolsa llena de limones. Los había estado juntando toda la semana, cada uno un pedacito de su venganza. Te los exprimió en los ojos uno por uno, como quien cuenta una historia que no quiere que termina. «Este es por hacerte el vivo», decía mientras apretaba. «Este por correr». Aprieta. «Este por creerte más pendejo que yo». Aprieta.

Querías sobarte los ojos, pero el Chato y el Taparaco te tenían bien agarrado. El ardor era como fuego líquido, y el llanto… ese llanto tuyo que empezó bajito y fue creciendo como una sirena de ambulancia. Las lágrimas se mezclaban con el limón, haciendo todo peor, y cuando el berrido amenazaba con despertar a las viejas del barrio, recién ahí te soltaron.

Te quedaste ahí parado, en medio de la calle, restregándote los ojos mientras ellos se iban riendo. Las señoras empezaban a asomarse a sus ventanas, pero ya era tarde. La justicia callejera había hecho su trabajo.

Y ahora corres otra vez, treinta años después, persiguiendo la combi al trabajo. Las mismas calles, el mismo pavimento que conoció tus rodillas raspadas. Todavía te crees Flash, todavía piensas que puedes ganarle a algo. Pero el tiempo te ha enseñado que algunas carreras se pierden antes de empezar, que hay venganzas que saben a limón, y que en el barrio, como en la vida, tarde o temprano todos pagamos las cáscaras que tiramos.

A veces, cuando pasas por la antigua casa del Lagarto, ahora convertida en una tienda de celulares, el olor a limón te persigue como un fantasma y esa nube en los ojos producto de la quemazón, te recuerda que miras todo con ojos de temor. Y aunque ya no eres ese mocoso de nueve años, aunque ahora usas corbata y tienes hijos que nunca jugarán en estas calles, una parte de ti sigue corriendo, siempre corriendo, con el sabor del miedo en la boca y el ardor de nunca haber enfrentado luego al destino en esa cuadra de la que siempre serás, el eterno “ojos de cebiche”.

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