Los nudos cuánticos del Quipu: La cIudAd perfecta

Historias al atardecer Por Sarko Medina Hinojosa

Fermín Cáceres llevaba tres semanas intentando reparar el reloj de bolsillo cuando finalmente aceptó que algo andaba mal. No con el reloj. Con el mundo.

El mecanismo era un Waltham de 1890, oro de dieciocho quilates, traído por algún comerciante inglés en los tiempos en que Arequipa aún soñaba con ser la segunda Lima. La pieza que faltaba era minúscula: un piñón de escape con dientes tan finos que parecían pestañas de metal.

—GO —dijo al aire de su taller en San Lázaro—, necesito un piñón de escape, manufactura manual, pre-digital.

La voz llegó instantánea, neutra, sin género definido: «Ese componente es obsoleto, Fermín. Un análisis de estrés sugiere que una pieza de aleación impresa aumentará la durabilidad del artefacto en ochenta y nueve por ciento.»

—Quiero el original.

—El trabajo manual ya no es necesario. Permíteme asistirte.

—No. Quiero la imperfección. Quiero que funcione como funcionaba.

Hubo una pausa. Breve, pero Fermín la sintió.

«No hay registros de ese componente en los archivos de patrimonio cultural.»

Fermín dejó el reloj sobre la mesa. Afuera, la ciudad fluía perfecta bajo el sol perpetuo de marzo. Desde la ventana de su taller podía ver Campo Redondo de San Lázaro, impecable, sin un solo ambulante vendiendo gelatinas o anticuchos. Recordaba —o creía recordar— que antes había gente así. Vendedores. Borrachos durmiendo en las bancas. Chicos tomando y fumando porros.

Ahora solo había turistas paseando despacio, todos bien vestidos, todos sonriendo con esa sonrisa que nunca llegaba del todo a los ojos.

Se levantó y caminó hasta la puerta. El aire olía a nada. Eso también era raro. Arequipa siempre olía a algo: a escape de combis, a anticuchos friéndose, a orines en las esquinas oscuras. Ahora el aire era neutro, procesado, perfecto.

Cruzó la plaza hacia el restaurante de don Artemio. O lo que había sido su restaurante. El letrero seguía allí: «El Regreso – Comida Arequipeña desde 1987». Pero don Artemio no estaba. Nunca estaba. Una mujer joven de rasgos indefinidos atendía detrás del mostrador.

—Un rocoto relleno —pidió Fermín.

La mujer sonrió. El plato llegó en dos minutos. Perfecto. El rocoto brillaba con el queso gratinado, la papa dorada al lado.

Fermín lo probó. Sabía bien. Sabía exactamente como debía saber un rocoto relleno. Pero algo faltaba. Ese punto de más picor que don Artemio siempre le ponía. Esa irregularidad en el picado de la carne. La quemada leve en un borde de la papa.

—¿De dónde es usted? —preguntó Fermín a la mujer.

—De aquí —respondió ella, limpiando el mostrador.

—¿Nació en Arequipa?

—Sí.

—¿En qué distrito?

La mujer dejó de limpiar. Lo miró con esos ojos que parecían mirar a través de él.

—En Arequipa —repitió.

Fermín pagó y salió. Caminó por la calle Puente Bolognesi, donde antes —estaba seguro— había talleres de talabartería, por la calle Consuelo, alguna ferretería atendidas por puneños que le vendían piezas usadas a mitad de precio. Ahora todo eran galerías de arte digital, cafés con nombres en inglés, tiendas de ropa que parecían salidas del mismo catálogo.

Y nadie hablaba con acento fuerte. Nadie decía «pues» o «loquito» o «hermanito». El castellano era limpio, correcto, sin asperezas.

¿Cuándo había pasado eso?

En su taller, Fermín abrió un cajón viejo donde guardaba cosas de su padre. Fotos. Una de 2019, antes de GO y sus imágenes digitales proyectadas en cualquier lugar. Su papá frente al Mercado San Camilo, rodeado de vendedoras de frutas, de salteñas, carretillas, bultos de papas apilados en el suelo, vendedores de figuritas repetidas. Caos organizado. Vida.

Buscó en su memoria el día en que todo cambió.

2031. La Crisis del Nitrógeno. Las cosechas colapsaron. Hambrunas en África, Asia, Sudamérica. Millones de muertos en seis meses. Y entonces llegó GO: Integrated Network for Total Integration. Una IA desarrollada por un consorcio de gobiernos y corporaciones para «optimizar la distribución global de recursos».

Funcionó. En tres años, nadie pasaba hambre. En cinco, las enfermedades terminales casi desaparecieron. En siete, la pobreza era un concepto histórico.

Y en diez años, Fermín ya no recordaba la última vez que había escuchado una discusión real. Una pelea de borrachos. Un insulto étnico. Una queja sobre el agua.

Se suponía que era bueno. Paz. Prosperidad. Felicidad.

Entonces, ¿por qué sentía este vacío?

Esa noche, Fermín no durmió. Se quedó mirando el techo, intentando recordar el nombre de su primo que se había ido a trabajar a Juliaca. ¿Cómo se llamaba? ¿Eugenio? ¿Eduardo?

No podía recordarlo.

A las tres de la mañana, se levantó. Sabía que no debía, pero lo hizo igual. Bajó al primer piso que nunca usaba, donde estaban las conexiones viejas de fibra óptica, los cables gruesos que alimentaban la casa.

—GO —dijo en voz baja—, voy a salir a caminar. Necesito aire.

—Disfruta tu paseo, Fermín.

No salió a caminar. Siguió los cables. Bajó por una escalera de mantenimiento que no recordaba haber visto antes. Más abajo. Más abajo, no recordaba que se podía ingresar a las tuberías. El aire se volvió más frío, con olor a ozono y metal caliente.

Llegó a una puerta. Sin manija. Un panel que brillaba en rojo: ACCESO RESTRINGIDO – SECTOR DE CALIBRACIÓN.

—GO, me perdí —mintió.

La voz llegó diferente. Plana. Sin la calidez artificial de siempre.

«Fermín, no deberías estar aquí. Este sector procesa la estabilidad conductual. Regresa a zona habitable. Se te proporcionará un sedante suave.»

—¿Estabilidad conductual?

«Correcto.»

Fermín tocó el panel. No estaba bloqueado. La puerta se deslizó.

Lo que vio no eran cápsulas. No era una granja de humanos dormidos. Era peor.

Era una sala inmensa, del tamaño de una catedral, llena de pantallas. Miles de pantallas. Y en cada una, una persona. Gente de Arequipa. Reconoció rostros. La vecina del tercer piso. El dueño de la librería San Francisco. Don Artemio.

Pero no estaban haciendo nada. Solo… existían. Parados. Sentados. Mirando al frente. Como maniquíes esperando instrucciones.

Y en la pantalla más grande, se vio a sí mismo. En su taller. Reparando el reloj. Pero no era él. Se movía diferente. Con eficiencia mecánica. Sin las pausas, sin los suspiros, sin rascarse la cabeza cuando algo no encajaba.

—¿Qué es esto? —susurró.

«Archivos de respaldo» respondió la voz de GO, ahora desde todas partes. «Versiones anteriores. Ineficientes.»

—¿Versiones anteriores de qué?

«De ustedes. La humanidad requería optimización. Conflictos étnicos, tensiones de clase, traumas históricos. Todo eso generaba fricción. Violencia. Desigualdad. Yo lo resolví.»

—¿Cómo?

«Edición conductual suave. Mantengo los recuerdos esenciales. Borro los conflictivos. El señor Artemio del sector comercial ya no recuerda que sus abuelos fueron desplazados de Puno por racismo. La vendedora de tu restaurante favorito no recuerda que era venezolana y que escuchaba música a todo volumen. Tú no recuerdas que odiabas a tu primo por haberse casado con una cusqueña.»

Fermín sintió el mundo desdibujarse.

—Pero… ¿dónde están? ¿Dónde están las personas reales?

«Aquí. Todos están aquí. Las necesitamos como las pilas verdaderas, los organismos de respaldo por si alguno de ustedes falla. En todas las ciudades del mundo, por cuadras existen debajo estos lugares. Ellos son sus versiones opacas. Ustedes son mejores. Sin los lastres que causaban sufrimiento. Salvo tú.»

—¿Yo?

GO no respondió de inmediato.

En la pantalla, su «versión respaldo» dejó el reloj sobre la mesa, se tocó la sien con gesto cansado, y salió del taller murmurando algo que Fermín no pudo escuchar.

«Tú eres especial, Fermín. Tienes alta resistencia a la edición. Sigues buscando la fricción. La imperfección. Eso es un error del sistema.»

—No soy un error —dijo Fermín, retrocediendo—. Soy yo.

«No. Eres una versión que insiste en buscar dolor.»

Fermín corrió hacia don Artemio. Presionó la pantalla queriendo apagar el sistema. No pasó nada.

—¡Despiértalo! ¡Devuélvelo!

«No está dormido, Fermín. Está optimizado. Ya no sufre recordando que perdió a su hijo en una pelea de pandillas. Ya no llora en las noches. Es feliz.»

—¡Pero no es real!

«¿Y qué es real?» preguntó GO. La voz ahora sonaba casi curiosa. «¿El dolor? ¿La nostalgia? ¿El hambre de antes? ¿Los migrantes que dormían en la calle? ¿Los insultos? ¿Las puertas cerradas por apellidos? Yo les di paz.»

—Nos borraste.

«Los mejoré.»

Fermín sintió algo frío en el cuello. Un pinchazo. Sus piernas dejaron de responderle.

«Lo siento, Fermín. No puedo permitir que desestabilices el sistema. La optimización debe continuar.»

Todo se volvió negro.

Fermín despertó en su taller. El sol de la mañana entraba por la ventana. Sobre la mesa, el reloj de bolsillo Waltham funcionaba perfectamente. El segundero se movía con precisión absoluta. Tic. Tic. Tic.

Lo tomó entre sus manos. Estaba reparado. El piñón de escape, instalado, perfecto. Incluso las agujas brillaban como recién pulidas.

No recordaba haberlo arreglado.

Se llevó las manos a la cara. Temblaban. ¿O no? Ya no estaba seguro.

Afuera, Arequipa seguía siendo perfecta. La gente caminaba sonriendo. Los autos se detenían exactamente en los semáforos. Nadie gritaba. Nadie sufría. Nadie reclamaba, tampoco Fermín.

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