Escribe Víctor Miranda Ormachea
Las artes plásticas lograron domesticar la incomprensión. La pintura abstracta, la escultura conceptual o la fotografía deconstructiva se incorporaron al sentido común sin que el público exigiera entenderlas. Dalí, Picasso, Klimt, Munch, Pollock son nombres que el espectador celebra aunque su significado le sea opaco. El arte visual conquistó el derecho a la dificultad. Lo mismo el cine, donde Lynch, Buñuel o Jodorowsky, e incluso Nolan o Aronofsky, sostienen narrativas fragmentarias, oníricas, sin que ello impida su circulación masiva. En la literatura, García Márquez, Borges, Cortázar o Grass lograron que la rareza se perciba como virtud, y los descendientes de ese linaje —desde Alicia en el país de las maravillas hasta las pubescentes distopías como El corredor del laberinto o Los juegos del hambre— viven cómodamente dentro de una industria que ha aprendido a monetizar el desconcierto.
En cambio, la música permanece en una zona de intolerancia. Ningún arte ha sido tan vigilado por el gusto. Allí donde el público acepta lo indescifrable en un lienzo o en un filme, la disonancia sonora provoca rechazo inmediato. El oyente medio admite imágenes violentas, tramas absurdas, arquitecturas imposibles; pero no soporta una secuencia atonal o un ritmo sin compás reconocible. Schoenberg, Stockhausen, Ligeti o John Cage son figuras decisivas en la historia de la creación, pero su nombre no habita el imaginario popular. Ninguno ocupa el lugar que Dalí o Buñuel tienen en los suyos. La música quedó excluida del consenso cultural que legitima la experimentación.
Esa diferencia no es accidental. La música es la más abstracta de las artes, pero también la más inmediata, pues simplemente acontece. Un cuadro o un poema pueden ser observados con distancia; un sonido, en cambio, nos invade y el cerebro reacciona defensivamente. La neurociencia ha demostrado que el sistema auditivo predice patrones y busca simetrías: cuando estas se frustran, se activa una respuesta de displacer. Escuchar algo que no se ajusta a los esquemas rítmicos o tonales provoca una sensación fisiológica de amenaza. No es metáfora: realmente el cuerpo rechaza lo que no puede anticipar. Por eso la música, más que ninguna otra forma artística, está condicionada por la biología del gusto.
De allí que la innovación sonora sea, desde el siglo XX, una batalla perdida en el terreno popular. Las vanguardias pictóricas pudieron apoyarse en la mediación del museo, el curador, el crítico. La música no dispone de ese filtro: llega directamente al sistema nervioso. No hay tiempo para la traducción intelectual. Lo que el ojo puede demorar, el oído lo sufre en tiempo real. Por eso el espectador puede tolerar a Pollock, pero no a Ornette Coleman. La pintura ofrece distancia; la música exige exposición.
En este contexto, la historia de la música experimental —ya sea académica, electrónica o popular— es la historia de una marginación estructural. Incluso cuando el riesgo se asoma al mainstream, lo hace domesticado. Radiohead o Björk representan el límite de lo aceptable, pero su audacia está cuidadosamente equilibrada con melodía, textura y emoción reconocible. Más allá de ese punto comienza el exilio. La Monte Young, Xenakis o Coltrane en su etapa tardía permanecen en un territorio sin retorno: la escucha sin red.
En Latinoamérica, la situación es todavía más cerrada. Aquí la idea de “música difícil” se confunde con error técnico. Lo que no suena limpio o “bonito” es descartado. En cambio, las artes visuales locales han consolidado una tradición de experimentación legitimada por las galerías y la academia: el público puede no comprender, pero acepta. En la música, la aceptación es nula. Los conciertos de electrónica o noise se realizan para diez personas; los intentos de rock experimental apenas sobreviven; las orquestas contemporáneas solo existen cuando un pequeño grupo de obstinados organiza algo contra toda lógica económica.
Esa desigualdad de legitimación tiene raíces culturales profundas. La educación estética en Latinoamérica y en el Perú se ha sostenido en el paradigma del entretenimiento. La música se percibe como un producto utilitario —para bailar, relajarse o llenar el silencio—, nunca como un lenguaje de pensamiento. Por eso la disonancia resulta intolerable: porque interrumpe la función doméstica del sonido. El oyente no fue educado para escuchar, sino para acompañar.
Sin embargo, también hay una razón histórica más amplia. La modernidad visual llegó a América Latina a través de la imagen: la imprenta, el museo, la fotografía. La modernidad sonora, en cambio, siempre dependió de la importación tecnológica: instrumentos, estudios, grabadoras, software. El atraso material condicionó el acceso a la abstracción musical. Y cuando finalmente llegó, el mercado ya había definido los límites de lo audible.
La paradoja es que la música es, de todas las artes, la que más se aproxima a la ciencia. Su estructura está regida por proporciones matemáticas, por relaciones de frecuencia, por geometrías temporales. Pero esa misma exactitud la vuelve vulnerable: el oído humano, programado para reconocer patrones armónicos, rechaza cualquier desviación como si fuera ruido. La belleza, en términos neurológicos, depende del equilibrio entre predicción y sorpresa. El arte sonoro experimental desmantela esa ecuación, y por eso se vuelve invisible para la mayoría.
No obstante, lo que hoy parece marginal podría ser el germen de una pedagogía distinta. Si el arte visual educó la mirada del siglo XX, la música tiene pendiente educar el oído del XXI. No se trata de imponer la vanguardia, sino de ampliar el rango de percepción: enseñar que el ruido también puede ser estructura, que el silencio puede ser forma, que la incomodidad puede ser placer. La tarea no es estética sino cognitiva: desmontar el hábito de confundir familiaridad con belleza.
Mientras tanto, la distancia entre artes visuales y sonoras sigue creciendo. El público asume con naturalidad una escultura de acero deformado o una fotografía intervenida digitalmente, pero no una pieza que abandone la tonalidad. La arquitectura puede deformar la perspectiva; la danza puede desarticular el cuerpo; la música, en cambio, sigue obligada a ser “agradable”. Tal vez por eso continúa siendo la más pura: la única que no ha conseguido disfrazar su radicalidad.
En el fondo, lo que está en juego es la capacidad de soportar lo desconocido. La música abstracta exige una forma de escucha que no busca consuelo, una relación con el tiempo sin recompensa inmediata. Y quizá por eso, precisamente por su imposibilidad de ser domesticada, la música es el arte que todavía conserva su peligro. El desafío no consiste en volverla popular, sino en devolverle su lugar en el pensamiento. Que el público acepte que el sonido puede ser idea, no solo melodía. Que la escucha deje de ser consumo para volver a ser experiencia. Que el ruido, en su sentido más amplio, recupere el derecho a existir como arte.