Historias al atardecer Por Sarko Medina

La japiñuñu los perseguía desde hacía media hora por la pampa y el cansancio les estaba pasando factura como cobrador de combi en hora punta.Era su viaje de luna de miel y habían decidido—bueno, él había decidido—ir a conocer las montañas de siete colores, Winikunka. Justo era un apasionado de los Jeep Grand Cherokee y quería estrenar el suyo en terreno de verdad, no en el Jockey Plaza donde lo lucía los domingos. Se perdieron, obvio.

Antes de salir, Micaela le sugirió—con esa dulzura forzada de recién casada que todavía no se anima a mandar todo al carajo—contratar un sistema de celular satelital para ubicarse en todo momento. «No hace falta, amor, conozco estos caminos», mintió Justo, que nunca había salido de Lima más allá de Asia. Terco como mula con título universitario.

Después de perder al ser ese que los perseguía con entusiasmo de vendedor de seguros, consiguieron trepar a un promontorio de rocas y resguardarse entre piedras.

—¿Cómo sabes que es una de esas criaturas? —preguntó Justo, todavía jadeando.

Micaela lo miró con esa expresión de «¿en serio me casé contigo?» sin necesidad de palabras.

—¿Es en serio? Estoy llevando un semestre entero sobre seres mitológicos andinos en la Garcilaso, ¿y me preguntas? ¿Acaso no escuchas nada de lo que te cuento o solo finges mientras miras tu celular?

Con eso quedaba claro lo poco que la conocía. En realidad, todo el viaje había sido un catálogo de descubrimientos incómodos: que él no sabía su color favorito, que pensaba que estudiaba Turismo y no Antropología, que creía que su papá tenía una «tiendita» cuando en realidad era dueño de tres ferreterías y un minimarket. Tuvo que aceptar que casarse con un chico de familia «importante» venida a menos—los Cáceres-Valdivia que ya solo conservaban el apellido y las deudas—no fue la mejor de las opciones. Su familia, comerciantes que olían a Gamarra y esfuerzo honesto, apoyaron la decisión porque «tiene contactos, hijita, piensa en tus hijos».

—Me hubieran amenazado con desheredarme para no hacerlo —murmuró.

—¿Para no hacer qué?—Nada, pensaba en voz alta. ¿Hay señal en tu celular?

—Cero. Y esto es tu culpa, ¿sabes? Debiste dejarme atropellar a esa cosa cuando tuve la oportunidad.

En el camino alterno que Justo tomó—porque los hombres nunca se pierden, solo «exploran rutas alternativas»—las luces del vehículo alumbraron a la japiñuñu en todo su esplendor terrorífico. Para Micaela fue obvio lo que era: había visto representaciones en clase, fotos en libros, hasta una maqueta en el Museo de la UNSAAC. La criatura flotaba con un globo de carne rojiza en vez de piernas, sus pechos alargados y colgantes le llegaban casi a la cintura como dos bolsas de mercado llenas de pena, los cabellos en trenzas desiguales se movían solos como si tuvieran vida propia, las cuencas de los ojos vacías pero que de alguna manera veían, y una nariz grande que podía olerlos a tres kilómetros de distancia, especialmente si habías comido rocoto relleno como Justo en el almuerzo.

Cuando él intentó atropellarla, Micaela le torció el timón y terminaron desbarrancándose en una zanja que, gracias a Dios, no era profunda. Estaban huyendo desde entonces, cosa de media hora que a Justo le parecían tres días.

—Ya que sabes tanto —dijo él con ese tonito usual—, ¿qué es lo que quiere esta cosa?

Micaela respiró hondo.

—Supongo que… a mí. Quiere convertirme en una de ellas.

—Mujeres tenían que ser, siempre en grupos —murmuró Justo.

—Sí, qué horror. No dejarás que me atrape, ¿verdad? —preguntó Micaela con voz de damisela que habría hecho llorar a cualquier espectador.

Justo la miró. Micaela vio los cálculos matemáticos.

—Cállate y escucha. Mira allá abajo, hay luces. Vamos a hacer lo siguiente: tú sales corriendo y la distraes mientras yo alcanzo a los del vehículo. Con ellos vendré a rescatarte, te lo prometo.

Micaela parpadeó. Casi no podía creer que fuera tan predecible.

—¿Escuchaste lo que dije? ¡Ella viene por MÍ! —gritó.

Pero Justo ni respondió. Salió disparado como velocista olímpico, mientras gritaba: «¡Aguanta, amor, ya vuelvo!».

La figura atemorizadora de la japiñuñu dio un giro en el aire, olió el miedo concentrado que emanaba Justo como perfume barato, y se abalanzó sobre él con la elegancia de un cóndor cazando. Los gritos de su esposo se perdieron en la noche andina, cada vez más lejanos, cada vez más agudos.

Micaela esperó unos segundos prudentes—no fuera a ser que la criatura tuviera hambre para dos—y luego bajó tranquilamente hacia las luces. Eran unos turistas españoles regresando al Cuzco en una van Toyota que había visto mejores días.

—¡Señorita! ¿Está bien? ¡Escuchamos gritos!

—Mi esposo… —comenzó a decir, y las lágrimas salieron solas, mezcla perfecta de alivio, culpa y una pizca de satisfacción que nunca admitiría en terapia—. Algo se lo llevó. Una criatura. Una japiñuñu.

Los turistas se miraron entre ellos con esa expresión de «what?”.

Ya les explicaría todo en el camino. Todo menos el pequeño detalle académico que había omitido contarle a Justo: que según el profesor Gutiérrez—guapo, soltero, con doctorado en la Complutense—las japiñuñus en realidad cazaban exclusivamente varones. Micaela sonrió apenas—solo un poquito—mientras subía a la van. Definitivamente iba a sacar A en el curso de Cosmogonía Andina. Y de paso, ya tenía tema para su tesis. El profesor Gutiérrez iba a quedar impresionado con el trabajo de campo de una pobre y desconsolada viuda.