Mi padre pagó nuestras entradas para presenciar la principal atracción de la feria que había llegado al pueblo.
Torso aguardaba tras la larga cortina de terciopelo rojo, custodiada por dos muchachos esmirriados que vigilaban para que nadie se atreviera a levantar el telón antes de la esperada función.
Aquella noche de sábado, Torso dejaría su hamaca para invadir los territorios de mi mente y sacudiría sus muñones para sembrar de pesadillas mi niñez.
El presentador, un joven apenas mayor que yo, anunció al grotesco personaje con un alarde de elocuencia: —Hace veinte años, un hombre —no sabemos si fue bueno o malo cuando todavía lo era—, cuyo nombre se perdió en los partes médicos y cuyo oficio no agrega ni quita a su historia, perdió sus principales facultades humanas. Quedó reducido a un vestigio sobre una cama de hospital.
Los hombres perversos, que adoran la ciencia por sobre Dios, lo despojaron de cabeza, brazos y piernas, y lo conectaron a las sofisticadas máquinas que inventaron para burlar a la muerte. Creyeron extender su vida por un día o dos, pero la prolongaron dos décadas: la ilusión de la existencia, el fuego robado a los dioses. Maldecidos por su propia obra, y sin poder controlar su experimento, prefirieron esconder al pobre infeliz que desconectarlo de sus tormentos.
Lo olvidaron en un sótano, hasta que lo rescatamos para llevarlo por los caminos del Señor y descubrirlo al mundo, para que lo contemple, lo conozca y, quién sabe, lo ayude a morir.
Finalizado el febril discurso, las luces y sus manos señalaron un botón rojo sobre un pedestal.
–Aquí está la muerte –exclamó–. Quien quiera liberarlo de su existencia de sufrimiento que presione el botón. Pero quien lo haga cargará para siempre con la culpa de asesinar a su prójimo.
–¡Es una farsa! –advirtió un espectador–. ¡Es un muñeco! Exijo la devolución de mi dinero.
El maestro de la ceremonia, con un mohín burlón, lo invitó a acercarse. El incrédulo aceptó. Yo, por insistencia de mi padre, lo seguí: había que aprovechar al máximo las monedas gastadas en la entrada.
De cerca pude ver al detalle los gruesos tubos, los cables trenzados, los monitores parpadeantes donde saltaban los puntos de colores y las bolsas que recogían los desechos.
Los aparatos electrónicos y mecánicos lo rodeaban: funcionaban, filtraban y mantenían la sangre de aquella aberración que agitaba sus muñones como un escarabajo puesto patas arriba por un malicioso destino.
–Ponga su oído aquí –invitó el guía con mordacidad.
El incrédulo, que rechazaba la veracidad de la historia, escapó despavorido del escenario.
Mi padre, con un gesto seco, me ordenó hacer lo que el adulto no hizo. Me incliné y apoyé la cabeza sobre el pecho macilento de esa temblorosa criatura.Su piel despedía el olor amargo y agrío de los canastos repletos de manzanas podridas. Escuché con claridad el rumor de un tumultuoso mar atrapado entre moles, el inquieto andar de un corazón que suplicaba dentro de Torso.
–¡Está vivo! –grité asombrado al público.
Mi padre y los demás estallaron en risa ante mi exclamación de desconcierto. Entre los comentarios festivos, comprendí, en una sacudida de revelación, lo que significaban mis palabras y salté del susto: aquel resto humano, sin cabeza y sin nombre, existía.
“¿Está vivo? ¿Cómo puede estarlo? ¿Qué siente? ¿Y su alma?”. Las preguntas me ahorcaron hasta arrancarme un par de lagrimas que oculté por vergüenza. Un miedo súbito se apoderó de mi niñez.
Esa noche volví a casa con la bola de algodón de azúcar intacta. No la probé: no me interesaba.
Pensaba en cómo se puede vivir sin gustar el dulce del algodón, sin escuchar una canción, sin sentir el amor del que hablan los chicos grandes en el colegio.
En mi pecho crecía un dolor glacial, cada vez más grande con cada hora que pasaba. Me arrepentí de no haber tenido el valor de apretar el botón que hubiera liberado a la pobre cosa que la feria exhibía como el más asombroso espectáculo del mundo.