Por Jorge Condorcallo Ccama
Llegué al pueblo siguiendo los dictados de mi corazón y por mi curiosidad ingobernable. Sus habitantes me saludaron con increíble efusión y me contaron la tradición de sus ancestros en la reunión que prosiguió a la misa temprana en el templo colonial: “Sabe usted, quien llega a este pueblo jamás se va; se quedan los viajeros para siempre. Dicen por los campos verdes, el cielo limpio, el Dios que vive en nuestra iglesia y su gente que es buena, muy amable”.
Es cierto lo de sus paisajes esplendorosos porque lo comprobé en la caminata que disfruté buscando el arroyo que prometían los folletos turísticos. Parecía un sueño hecho en verde y azul. Al atardecer, cuando volví a la plaza para tomar el carro que me transportaría a la ciudad, observé que los pobladores seguían celebrando la fiesta que combinaba las creencias católicas con las paganas. Me dijeron en coro: “Sabe usted, quien llega a este pueblo jamás se va…”.
–¿Y si alguien quiere volver con los suyos? –Quise saber para rematar la broma popular.
–Quien llega jamás se va –repitieron juntos, como un coro cándido, angelical.
No sé qué ocurrió con exactitud porque me animó la fiesta, probé una vaso grande de chicha que me refrescó la garganta y me uní al festejo sin reparos. Lo último que recuerdo fue que inició una música estridente e ingresé en una ronda de danzarines enmascarados donde giraban faldas multicolores y volaban arrolladoras serpentinas.
–¿Estoy muerto? –sentí una felicidad inconmensurable por lo que dudé y pregunté en medio de la danza; un minuto, un mes, un año, un siglo después porque perdí la noción del tiempo.
Mi incertidumbre detuvo la fiesta. Las caretas dirigieron sus narices ganchudas y sus ojos espantados hasta donde yo esperaba la respuesta cargando serpentinas, confeti y una botella de cerveza.
Uno de los bailarines que llevaba la máscara regia de un diablo blanco acercó su nariz colorada hasta mi rostro para que lo escuché en medio del silencio de desconcierto que provoqué, me dijo jadeante: “¡Hermano, salud, ya mañana te preocuparás por eso!”.
Chocó su vaso con mi botella y reinició la algazara.
Qué revelación me dio la celebración ruidosa y mística. Las colas de arpón nacieron de debajo de las faldas, las astas de macho cabrío rompieron el yeso de las caretas y el azufre que se revolvía en mi estómago de caldero saltó en un fogonazo sobre la noche turbia donde una media luna sonreía con maligna provocación.