Escribe Víctor Miranda Ormachea
Un mito persiste con una terquedad casi ridícula: la idea de que en ciudades como Arequipa, o en países como el Perú, puede consolidarse una carrera musical basada en la autenticidad creativa; es decir, la fantasía de que aún existe espacio para que un individuo —armado de guitarra, discurso y voluntad— pueda transformarse en un “rockstar». Entendido en el sentido clásico, como un creador que trasciende el nicho, establece un mercado y convierte la singularidad estética en medio de subsistencia. La evidencia es clara: tal posibilidad no existe, no ha existido y difícilmente existirá en este contexto. Lo sorprendente no es el hecho en sí, sino la persistencia de la creencia.
El mercado musical peruano está sólidamente anclado en lógicas de entretenimiento funcional: cumbia, salsa, huayno, reguetón, folklore adaptado a las dinámicas urbanas. Estos géneros cumplen el mismo rol: proveer de sonido a la fiesta, lubricar el baile o servir de acompañamiento a la ingesta alcohólica. No hay nada inherentemente condenable en ello, pero el problema aparece cuando se pretende extrapolar esas dinámicas al territorio del arte entendido como búsqueda estética. Porque la cumbia o la tecnocumbia no nacen como ejercicios de experimentación formal, sino como vectores de goce colectivo. Su propósito —el del creador y el del receptor— está alineado: divertir, mover el cuerpo, distraer. Lo que en antropología se conoce como “música funcional” en estado puro.
Ese ecosistema funciona, genera ingresos, sostiene giras y orquestas multitudinarias. Pero es justamente su estabilidad la que clausura la posibilidad de surgimiento de un “rockstar” en clave artística. En un país donde la música masiva ha sido históricamente utilitaria, pensar en un canon del rock local como motor de mercado es un sinsentido. Los ejemplos que se esgrimen —estadios llenos por Libido o la nostalgia rentable de Mar de Copas— no son estadísticas reales: son excepciones episódicas, sostenidas en un repertorio limitado, repetitivo y domesticado.

Ahora bien, la imposibilidad no se limita al tamaño del nicho, la cuestión de fondo está en la propia estructura de la recepción. La psicología evolutiva ha demostrado fehacientemente que los seres humanos buscan en la música (y en toda actividad) mecanismos de cohesión grupal, marcadores de pertenencia y señales de identidad compartida. En contextos periféricos, con escasa tradición de consumo artístico autónomo, esas funciones se maximizan: el oyente no pretende extrañamiento, complejidad ni disonancia, sino la confirmación de un código común. El creador, a su vez, ajusta sus coordenadas a esa expectativa; de ahí que la mayoría de propuestas roqueras en el Perú orbitan siempre alrededor de clichés reconocibles: punk de manual, indie de catálogo, postpunk reciclado, hard rock calcado y otros en líneas similares.
El problema es doble: el mercado es pequeño y, dentro de ese mercado, la homogeneidad estética es requisito ineludible. Un artista que se atreva a desviarse —que busque innovar, arriesgar, abrir grietas— se condena a la invisibilidad absoluta. No hay público capaz de sostenerlo, ni circuito dispuesto a legitimar lo incómodo; la industria cultural necesita previsibilidad, no singularidades. En los márgenes latinoamericanos esa necesidad se radicaliza: no hay tiempo ni recursos para absorber lo raro.
La neurociencia añade otro ángulo: el cerebro humano está cableado para preferir patrones familiares. La dopamina se libera con la expectativa cumplida, no con el desconcierto prolongado y si bien la exposición repetida puede generar tolerancia a la novedad, ese proceso requiere constancia y densidad de oferta. En Arequipa o Lima, esas condiciones no existen: un concierto de 20 personas no establece masa crítica, por lo tanto, el público no llega nunca a atravesar el umbral de habituación; se queda anclado en lo que ya conoce y como resultado la innovación se convierte en ruido sin eco.
Esto explica por qué artistas con verdadero interés creativo —los que rehúsan el mimetismo— terminan desertando. No es falta de talento ni de disciplina, sino asfixia estructural. Lo que ocurre en Arequipa es apenas un síntoma de lo que pasa en muchas periferias globales: el mercado local no solo es diminuto, sino hostil a la diferencia. Se sobrevive haciendo covers, prostituyendo repertorios odiados, repitiendo lo que el público quiere escuchar, aunque el músico deteste cada acorde. Esto difícilmente puede ser llamado arte, es mera ejecución de clichés, casi como un DJ pinchando playlists prefabricadas.
Se ha descrito este fenómeno como “mercados de baja autonomía”: contextos donde la producción está enteramente subordinada a la demanda inmediata del público. A diferencia de centros hegemónicos, como Londres, Nueva York o Berlín, donde existen instituciones, crítica, sellos y festivales capaces de sostener rarezas, en el sur global no hay mediaciones, el artista está solo frente al consumidor, y el consumidor, como muestran todos los estudios de mercado latinoamericanos, quiere baile, catarsis o melodrama, no complejidad ni incomodidad estética.

Entonces, ¿por qué persiste la ilusión? ¿Por qué seguimos creyendo que desde Arequipa puede emerger un rockstar? La respuesta es solo una y simple: ingenuidad. Una ingenuidad alimentada por la mitología global del rock, por el relato romántico de la banda que “empieza en el garaje” y termina conquistando estadios. Pero esa narrativa nació en un ecosistema muy distinto: un mercado fonográfico robusto, medios dispuestos a cubrir, redes de distribución que permitían que lo raro encontrara a su audiencia, nada de eso existe en el Perú, pretender lo contrario es un autoengaño.
El resultado es triste y perverso: una generación tras otra entregando años de esfuerzo a un espejismo. Algunos logran giras austeras, conciertos ante diez personas en habitaciones improvisadas, discos autoeditados que circulan en micro nichos digitales. Pero otros simplemente se rinden y se vuelven proveedores de covers, animadores de bares, vendedores de música prefabricada o, en el mejor de los casos, se dedican a otras profesiones. Todos, sin excepción, enfrentan la misma imposibilidad: nunca habrá mercado suficiente para vivir de la creación auténtica.
En este contexto, llamar “artista” a quienes se limitan a replicar lo que el público quiere es un abuso semántico, pues en realidad son comerciantes sonoros, catalizadores de diversión, animadores de fiesta. El término “artista” debería reservarse para los pocos que arriesgan, los que buscan, los que incomodan, y justamente a ellos el mercado los condena al silencio.
La conclusión es obvia, en Arequipa, en el Perú, en la mayoría de Latinoamérica, no hay lugar para el rockstar auténtico. Lo que queda es el hobby, la obstinación, el gesto minoritario que se sabe condenado. Seguir creyendo lo contrario es persistir en una fantasía adolescente. Y si todavía nos seduce esa fantasía, debe ser porque preferimos la comodidad del mito a la crudeza de la realidad: aquí no habrá rockstars, NUNCA.