Escribe Jorge Condorcallo
Santiago bailó toda la mañana y brindó con sus compadres en la gran fiesta de mayo; luego, borracho, se echó y se puso a dormitar sobre una piedra plana y roja. En sus sueños una vaca blanquísima andaba lentamente en el agua diáfana del lago, removía el barro y arrancaba los helechos dulces con su hocico humeante.
Se levantó de un sobresaltó tan cansado aún y desconcertado por el atardecer que se asemejaba a un dios antiguo que acaba de crear el mundo y lo aborrece por completo. Se acomodó las serpentinas de colores y sacó de su chuspa varias hojas de coca, las masticó con hambre y se repuso un poco del letargo; en ese momento un ave de alas negras lo sobrevoló echando sus horribles graznidos que se dispersaron, de canto a canto, en el cielo.
El viento de la tarde infló su camisa celeste cuando se inclinó en la diáfana corriente que alimentaba los surcos en los que crecían las papas, sintió sus palmas adormecidas por la resaca y por el agua que recogieron sus manos, la helada de la noche anterior quemó los pastizales y congeló los arroyos. Santiago cercado por sus pensamientos y deseos no supo que sendero seguir; un camino corto y fácil lo llevaba a su pueblo, junto a su lánguida y quisquillosa mujer; el otro camino más largo y agreste lo llevaba al nido de una trenza negra, a una mujer mucho más joven que lo maldecía al verlo, pero luego lo bendecía con su vientre cálido.
Escogió el segundo destino y balanceándose avanzó por el sendero que habían hecho los hombres y el ganado con sus idas y vueltas; en la iglesia se persignó con el pecado envuelto en su corazón, se arrimó al muro del colegio y al orinar se enredó en las telarañas que crecían en los ángulos del techo. Al arrancarse las nebulosas del cabello escuchó el tañido largo de la campana, imposible a esa hora, le engañaba su mente o, quizás, un niño travieso jugaba en el campanario de ese templo rústico.
“Pronto estaré calientito, dentro de ella, calientito”, se regocijó y santiguó frente al cementerio sin paredes e invadido por los árboles y los arbustos que crecían por doquier. Algunas tumbas resquebrajadas transpiraban una sustancia grasienta, se acordó de sus parientes que descansaban bajo esa tierra rojiza, de su primogénito que nació sin vida y recordó el nombre que iba a darle en el bautizo. Por pensar en los muertos al rato escuchó o creyó oír el llanto desesperado de una guagua.
Se atiborró la boca con las hojas y las machacaba, escupía la espuma verde y la tarde se iba diluyendo en un horizonte de nubes descomunales; pero sabía que habría una luna rotunda en el cielo dentro de una hora, más o menos. El viento entraba en el totoral y se volvía lamento. Caminó sin reparar en esos parajes pajizos, pintados de tristeza y de los que saltaba el balido incesante del rebaño y luego el viento ululante, otra vez.
Oscureció y Santiago alcanzó la cima del cerro, sitio de condenados, silbaba imitando a los pájaros para ahuyentar las historias de los aparecidos que le contó el abuelo y sin mirar hacia atrás descendió temeroso, cuidándose de no resbalar al pisar el musgo que había crecido sobre las rocas.
–¡Piensas sonseras, Santiago! –se dijo cuando una laja cayó sobre el ala de su sombrero como si alguien, desde atrás, quisiera llamar su atención, su pecho se empapó en un sudor frío. Acaso no le habían contado que los fallecidos deambulan por esos lugares reconociendo a los suyos entre los caminantes. “Hay que saludarlos con respeto y seguir adelante para que el infortunio no se cuele en tu destino”, aleccionaban los más viejos a los jóvenes para que vivan tanto como ellos.
Vio la lucecita distante de la casa a la que se dirigía, siguió el humo que salía del techo de la cocina y saboreó el mate caliente, el pan chuma, la papa con queso y el caldo de fiesta con la carne del cordero recién matado. La luna prodigaba una buena luz para el caminante, llegó al puente y lo atravesó sin prever que un soplo helado le robaría su sombrero favorito y lo echaría a la bulliciosa corriente del río. Desapareció entre la espuma y las peñas que cortaban el agua.
Pisó los brotes de cebada que se quebraban como cáscaras de huevo, un perro aulló en un confín de ventanas y calaminas en las que se cimbreaban las flamas de las velas, el lamento le hizo apurar el paso. Llegó a la casa, se detuvo en la entrada; limpió sus zapatos con la paja que cubría el suelo, se abotonó el primer botón de la camisa, se ajustó las tiras de serpentina, se refregó la cara en el agua estancada, se alisó el pantalón y con un peine se arregló para la cita inexorable con la hembra contumaz. Ya no estaba borracho, aunque aún tenía ganas de mujer.
Subió los escalones de piedra y en el patio cubierto de flores de manzanilla cantó para llamar su atención; siguió cantando con zalamería; nadie contestó ni salió a recibirlo, entonces la llamó por su nombre que al pronunciarlo se calentaba la sangre de su ingle.
–¡Rosalinda!
Se volteó la puerta de la única habitación donde muchas noches durmieron juntos; no era ella, en el quicio apareció un hombre hercúleo, tan alto y ancho que tuvo que agacharse para salir del cuarto.
–¡Así que tú eres el pendejo! –escupió saliva negra y rabia el marido de Rosalinda.
–Hermano, ¿de qué hablas?
Francisco había regresado de la capital donde trabajaba en un bote de pescadores, sin descanso, para mandarle dinero a sus padres y a Rosalinda. Santiago quiso apaciguarlo invitándole un puñado de su coca.
–Hermanito, me contaron que llegaste para la fiesta y vine a visitarte. Sírvete, paisano, déjame ir a comprar una caja de cerveza para celebrar tu regreso.
Francisco no escuchó las explicaciones, se echó sobre Santiago con furia de toro y lo hirió con la hoja de una hoz oxidada, lo abrió como a un carnero y lo dejó resoplando en el umbral a la otra vida. El gigante lo arrastró adonde no lo vean las estrellas y el dios que en ellas habita. Desangrándose sintió el calor del fuego de la cocina, el aroma de un caldo que hervía en la marmita de barro. El enloquecido le enseñó lo que cocinaba, jaló la trenza y apareció la cabeza humeante de una mujer.
El esposo enloquecido por la traición echó las papas y el arroz a la sopa, Santiago se moría, por culpa de su aventura, sobre el estiércol petrificado que amontonó Rosalinda por varias semanas. En la preparación de la venganza alguien aporreó la puerta tres veces; el marido salió a revisar, observó el campo y volvió desconcertado para lavar los platos y las cucharas. El moribundo comprendió muy tarde los avisos aciagos que se le presentaron, demasiado tarde para salvarse y se reprochó por sus malas decisiones, lloró sin consuelo como cuando se murió su primer hijo que iba a llamarse Pedro, Pedro Santiago. Francisco, para callar el patético llanto de su enemigo, le metió en la boca la cuchara con el caldo que hervía a borbotones.
–Pruébala, ¿Qué tal está, hermanito?, ¿rica?, ¿te gusta?, ¿le falta algo?, ¡dime!, porque hoy nos la comemos tú y yo.
Y en verdad, ambos, como si fueran dos hermanitos, hijos de la misma madre, se sentaron uno al lado del otro frente a la marmita y la saborearon hasta saciarse de muerte.