Mucho antes de convertirse en el papa León XIV, Robert Prevost fue un joven sacerdote que recorrió a pie o a caballo los pueblos de Piura, donde convivió con la pobreza y el miedo sembrado por Sendero Luminoso. En esos años de violencia, su vínculo con las comunidades lo sostuvo ante amenazas de muerte, bombas en iglesias y advertencias de los insurgentes para que abandonara el país. No lo hizo. Eligió quedarse, y allí comenzó un camino que lo llevaría hasta Roma.
En los años ochenta y noventa, Prevost vivió en Chulucanas, en una parroquia de adobe con piso de tierra. Allí organizaba misas, deportes y excursiones como forma de protección para niños y adolescentes. Las amenazas de Sendero Luminoso eran constantes: hubo explosiones, advertencias de muerte y vigilancia sobre los sacerdotes extranjeros. Pese a ello, él y sus compañeros se quedaron, convencidos de que no podían abandonar a una población con la que habían compartido techo, comida y miedo. “Lo que los convenció a quedarse fue la gente”, resumió un exseminarista.
Con el tiempo, Prevost fue trasladado a Trujillo, donde asumió nuevos encargos en la formación agustiniana. Fue vicario judicial, profesor de seminario y párroco, y desde ahí también denunció negligencias del Estado, desastres naturales y las consecuencias sociales de la violencia. En 2015 se nacionalizó peruano, y según quienes lo conocieron, mantuvo siempre su disciplina férrea: se levantaba a las cinco de la mañana para rezar, tenía sentido del humor, pero no dudaba en expulsar a estudiantes que hacían trampa en los exámenes.
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Muchos recuerdan su cercanía y su capacidad de inspirar confianza. Uno de sus monaguillos, Héctor Camacho, lo acompañó en Yapatera y lo vio llorar solo una vez: cuando murió su madre. Después, Camacho le puso a su hija el nombre de Mildred, en su honor, y Prevost aceptó ser su padrino. Hoy, Mildred guarda cartas donde el futuro papa hablaba de sus viajes y misiones. Siempre terminaban con la misma frase: “Tenme en tus oraciones, así como yo te tengo presente en las mías”.
Ahora, convertido en el papa León XIV, no ha olvidado al Perú. En una reciente audiencia, rompió el protocolo del Vaticano para recibir a una delegación de Chiclayo. Se emocionó con un zapallo loche, algarrobina y un king kong con su nombre. El hijo predilecto del norte peruano –aunque nacido en Chicago– sigue mostrando el mismo compromiso que lo llevó a caminar entre la violencia y la esperanza. Su historia es también la de un país que lo acogió y nunca lo soltó.