Querido Maestro:
Me cuesta mucho decir algo sensato sobre Le dedico mi silencio. Tal vez porque su última novela ya no es solo una novela, sino un testamento disfrazado de música. Y porque en estos días de duelo y homenajes, de artículos apresurados y silencios incómodos, muchos se han quitado la careta. Algunos lo hacen para saludarlo como si todavía pudieran tocarle el hombro, y otros, envalentonados por su ausencia, se han animado a juzgarlo como si recién lo conocieran.
Le reprochan sus opiniones políticas –opiniones, eso eran, nada más– como si fueran más graves que sus ficciones. Como si la literatura no fuera ya, de por sí, una forma de equivocarse bellamente. A usted eso le habría provocado una carcajada, lo sé.
Pero no quiero hablar de eso. Ni del Nobel que le llegó como un tren con retraso. Ni de las medallas, ni de las estatuas en vida, ni de las furias post mortem. Quiero hablarle de libros. Porque si algo lo mantuvo vivo –más allá del amor y sus naufragios– fueron siempre los libros.
Quiero contarle algo que pasó poco antes de la pandemia. En Arequipa, su ciudad natal, apareció un hombre buscando su biblioteca. No era un devoto ni un coleccionista, sino un reportero polaco de nombre Artur Domoslawski. Había venido con su hijo de vacaciones, pero lo primero que hizo fue pedir acceso a ese templo íntimo que usted donó a la ciudad como quien dona su esqueleto.
Lo conocí gracias a Julio Villanueva Chang, el editor de Etiqueta Negra, esa revista donde usted alguna vez publicó un texto entrañable sobre el Cienciano campeón. Fue Julio quien me habló de Artur y de su obsesión: saber si entre sus 25 mil libros donados había uno en particular. Uno suyo. Su Kapuscinski Non-Fiction.
Ese libro, como usted sabe, provocó un terremoto en el mundo del periodismo. Reveló que el maestro Kapuscinski, “el mejor reportero del mundo”, había cruzado las fronteras de la ficción, y que incluso colaboró con los servicios de inteligencia de la Polonia comunista. Fue un ajuste de cuentas, sí, pero también un acto de amor: el tipo de amor que solo se permite quien ha admirado demasiado.
Artur le regaló ese libro en mano tras entrevistarlo en Europa, con una dedicatoria escrita con temblor. Y ahora, años después, quería saber si su ejemplar había cruzado el charco y reposaba en algún estante de la Biblioteca Regional. Quería saber, en el fondo, si usted lo había leído. Y más aún, si lo había calificado.
Porque es sabido que entre los libros donados hay varios con notas puestas por su puño y letra, de cero a veinte, acompañadas de un comentario final. Usted mismo lo dijo en un documental: algunos libros no debían ser públicos hasta después de su muerte para no generar conflictos con autores aún vivos. Confesó también que a Madame Bovary, a Los Miserables y a todos los libros de Borges les puso veinte.
Artur buscó su libro con paciencia. Recorrió los catálogos de la “A” a la “Z”, dos veces. Nada. El director de la biblioteca le dijo que probablemente seguía en su departamento de Madrid.No lo dijo en voz alta, pero era evidente: Arthur quería saber si había pasado la prueba. Si su libro había sido leído, juzgado, comprendido. Si lo había herido, tal vez. O si lo había hecho sonreír.
Ahora somos dos los que esperamos. Dos contagiados de esa curiosidad sin cura, la de saber qué opinó usted, maestro, de ese libro que quiso contar la verdad sobre otro que también quiso contarla.
Y mientras el mundo se entretiene en discutir si usted fue de izquierda o de derecha, si decepcionó o iluminó, yo lo recuerdo con una certeza: lo suyo fue siempre la eternidad. En estos tiempos tan volátiles, donde todos lo sólido se disuelve en el trending topic, los escritores como usted tienen un don especial: el de resucitar.
Usted volverá cada vez que alguien lo lea. Su voz regresará en cada página. Y hasta sus desaciertos, si los subo, serán parte de esa obra que ya no le pertenece, porque pertenece a todos.
Con admiración incondicional,
Jorge Turpo Rivas
* Ganadora del concurso Cartas al maestro Mario, organizado por la subgerencia de Cultura del Gobierno Regional de Arequipa