Por: Sarko Medina Hinojosa
El sol de mayo caía sobre la polvareda del cementerio. Braulio, con su uniforme celeste de barrendero municipal, cargaba en sus hombros una pequeña caja blanca con ribetes dorados. Detrás de él, sus dos hijos mayores, Mateo de nueve y Gabriel de siete, sostenían ramos de claveles blancos que habían comprado con las monedas que juntaron vendiendo botellas plásticas. El rostro del hombre permanecía impasible, casi sereno, como quien realiza un trámite más en su lista diaria de pendientes.
Doña Esperanza, la vecina que había iniciado la cooperación para ayudar con los gastos médicos del pequeño Joaquín, caminaba junto a ellos. Recordaba la tarde en que el hombre había tocado a su puerta, con la misma expresión tranquila de siempre, para darles la noticia.
—Seño Esperanza, buenas tardes. Disculpe usté —había dicho él, con su voz pausada, casi monótona.
—Braulio, pase, pase. ¿Cómo sigue el pequeñito? —preguntó ella, limpiándose las manos en el delantal.
—De eso quería hablarle. Mi Joaquín ya descansa con Dios —respondió, esbozando esa sonrisa leve que parecía pegada permanentemente a su rostro, como si fuera parte de su uniforme.
Esperanza se llevó las manos a la boca.
—¡Ay, Dios mío! Pero, ¿cómo? ¿Cuándo pasó? ¡Siéntese, por favor!
Braulio negó con la cabeza, sin perder aquella calma inquietante.
—Agradezco su intención, pero estoy bien así. Solo pasaba para preguntarle si lo que han juntado para las medicinas del niño… podría ser para comprarle su cajita. No quiero abusar.
La mujer lo miró perpleja. La frialdad con la que hablaba le parecía casi inhumana.
—Por supuesto. Ese dinero es para su hijo, sea para medicinas o para… para esto. Pero, por favor, dígame, ¿no quiere un té? Debe estar destrozado.
—Le agradezco, pero debo ir a ver eso del entierro, me van a dar un hueco en el cementerio de Bolognesi. Será mañana a las tres. Rápido nomás será, no puedo faltar más al trabajo. Ya me advirtieron que otra falta y…
—Pero es la muerte de su hijo, Braulio. Seguro entenderán…
La sonrisa se tensó ligeramente.
—El municipio no entiende de estas cosas, seño. Y mis otros dos hijos necesitan comer. Lo enterraremos y luego me iré directo al turno de noche. Ya arreglé con mi jefe.
La mujer se acercó y puso una mano en su hombro.
—Braulio, necesita expresar lo que siente. No puede guardarse todo… Un padre que pierde a su hijo…
—Disculpe —la interrumpió él, con voz firme pero amable—, cada uno sabe lo que llevaatorau. Yo lo llevo trabajando. Es lo único que sé hacer bien.
—Pero…
—Lo único que me importa es que mis hijos estén bien. El Mateo y el Gabriel necesitan ver a padre fuerte.
Esperanza se quedó sin palabras. El pragmatismo de aquel hombre era sobrecogedor. Pero también había algo noble y desgarrador en su entereza.
—Lo acompañaremos mañana —dijo—. Los vecinos queremos estar ahí.
—No es necesario…
—Estaremos ahí.
Y ahora, caminando hacia la tumba recién cavada, Esperanza observaba al hombre que avanzaba con pasos firmes, como quien va hacia una jornada laboral más. Los vecinos se habían reunido, tal como prometieron, formando un pequeño cortejo detrás de aquella familia incompleta. Braulio, al verlos, solo asintió con la cabeza en señal de agradecimiento.
La ceremonia fue breve. El sacerdote dijo unas palabras, se rezó un Padre Nuestro, y Braulio depositó la cajita en el hoyo con la misma precisión con la que manejaba su escoba durante las noches. Ni una lágrima, ni un sollozo. Solo aquella sonrisa templada que parecía grabada con cincel en su rostro.
Cuando todo terminó, miró su reloj y se dirigió a sus hijos.
—Vamos. Tengo que dejarlos en casa y luego irme al trabajo. Gracias a todos, no olvidaré.
Mientras el hombre se alejaba con sus pequeños, tomados cada uno de una mano, Esperanza no pudo contenerse. Llamó a Mateo, el mayor, y lo detuvo un momento.
—Tu papá es un hombre muy fuerte —le dijo en voz baja—. Parece que ni siquiera lloró por tu hermanito.
El niño la miró con sus ojos grandes y profundos, demasiado sabios para su edad. Luego, con una voz quebrada, respondió:
—Mi apá llora cada noche en su cama, seño, solo que cree que no lo escuchamos. Se tapa la boca con la almohada para que no lo oigamos. Pero igual lo oímos. Y siempre se levanta con su cara sonriente, como si nada pasara.
—Pero eso no es normal.
—Yo no sé qué es eso que llama normal seño, tampoco creo que mi amá debió morirse cuando tuvo a mi hermanito y a él tenerlo que despedir hoy. Me tengo que ir.
La mujer se quedó mirando hacia la familia que se iba. Tenía muchas preguntas y solo una respuesta que se le atragantaba en la garganta. Si ellos no podían darse el lujo de llorar, ella lo haría por ellos. En sus mejillas la lluvia empezó a caer, atípicamente en ese día de mayo.