Luis Saenz de Medrado. Excatedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid

En la narrativa de Vargas Llosa el componente erótico tiene una presencia, a simple vista, notoria. Pero conviene no confundirse. Ni «las bellaquerías» de los cadetes ni las novelitas sucias de Alberto, ni el pequeño mundo de la «Pies dorados» en ciudad y los perros se encuadran justamente en el auténtico erotismo. A partir de aquí podríamos ir separando los aspectos en que la sexualidad está al servicio meramente de lo testimonial, de la tranche de vie, herencia del realismo y el naturalismo, y aquellos otros sustancialmente independientes de esa condición ancilar, es decir, los que con propiedad pueden determinar (otra cosa es que lo consigan) la condición erótica de un texto.

Revisar desde este arranque tan complejo tema, cargado de sutilezas, resulta demasiado intrincado, pero basta una mirada rápida para saber que la obra del peruano ofrece dentro de él hitos gloriosos. Tres de ellos, anteriores a la novela de la que ahora nos ocupamos, supongo que indiscutibles, son Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977) y Elogio de la madrastra (1988). Claro está que la lista puede completarse si atendemos a piezas secuenciales de otras.

Se abre aquí una promisoria investigación que podría empezar por indagar si Vargas Llosa no quedó atrapado por la «pureza» del erotismo en los libros de caballerías que con tanto entusiasmo frecuentó cuando era un joven estudiante en el Madrid de 1958. Su devoción por Tirant lo Blanch, ese pariente de Calisto, seguramente tiene mucho que ver con la que le merecieron las sabias estrategias amorosas de muchos otros héroes y heroínas de este ciclo. Previsiblemente, a partir de aquellos tiempos, Vargas Llosa aprendió a navegar bien por los asombrosos mares de la literatura erótica española, objeto, por otra parte, de una sólida bibliografía crítica. Pero no estamos señalando al decir esto ninguna dependencia  literaria limitada en un hombre de tantas singladuras: ya para entonces, por ejemplo, había leído en Lima la colección Les maîtres de l’amour editada por Apollinaire, según declara en la entrevista que el 3 de julio de 1988 le hizo en El País García Berlanga.

De Elogio de la madrastra opinamos en su  momento  que  era «una inteligente obra menor». Lo que era imprevisible —aun conociendo la tendencia de su autor a las construcciones ‘en abismo’ y a lo que él llamó, en su fundamental libro sobre García Márquez, ‘canibalización’ de materiales— es que aquella especie de ‘divertimento’ fuera a enriquecerse en una amplificación tan espléndida como Los cuadernos de don Rigoberto. Pero no sólo es eso: por razones que mya no deberían sorprendemos, el presente reinventa el pasado, esta novela reescribe a aquélla, la magnifica, la hace otra.

No hay, además, solución de continuidad entre ambas fabulaciones. El Fonchito angelical y diabólico, el candoroso Luzbel de Elogio de la madrastra, que ha consumado la seducción de la segunda esposa de su padre —la sensual Lucrecia, cuarentona dispuesta a defender indefinidamente los privilegios de la carne— causa de la separación del matrimonio, continúa incansable su asedio a la frágil madrastra en Los cuadernos de don Rigoberto. Quien no conozca la novela anterior se sentirá largamente intrigado por la causa del enojo de Lucrecia —la revelación del caso, bona fide, del im- previsible Fonchito—, enojo manifiesto desde la primera página y no desvelado hasta que la novela ha avanzado un largo trecho. Es evidente que el narrador podía haber mantenido la razón de ese disgusto como dato escondido hasta el final, pero se trataría de un efectismo, aunque legítimo, algo elemental, al que en cierto momento renuncia para mostrar su capacidad de sostener la intriga con todas las cartas boca arriba. Entre tanto, don Rigoberto, el despechado padre, comparece en esta segunda historia como un hombre dispuesto a la reconciliación suscitada ante todo por la atracción inefable que Lucrecia ejerce sobre él y que le hace sobrellevar gozosamente las ocasionales infidelidades, a cuya inducción incluso a veces no es ajeno, de la voluptuosa dama. Las cartas anónimas de Fonchito, que falsifican supuestos mensajes amorosos entre padre y madrastra, finalmente admitidos como válidos, propiciarán el reencuentro feliz del trío. Justiniana, la sirvienta adyuvante, de la soberbia estirpe de las comedias clásicas de enredo, prolonga también intensamente sus servicios, incluyendo los lésbicos, a Lucrecia, y sus perplejidades nada inmunes al hechizamiento ejercido por el niño en la segunda novela.

Si  en  Elogio  de  la madrastra, suscitada en cierto modo por una propuesta de colaboración del pintor peruano Fernando de Szyszlo, una serie de seis cuadros reproducidos al comienzo de otros tantos capítulos motivaban interpretaciones eróticas en torno, en varias ocasiones, a las vivencias de Lucrecia, versatilmente convertida en personaje mitológico o de otros ilustres rangos, en Los cua- dernos encontraremos como Leit-motiv que articula las fantasías de Fonchito las pinturas del austriaco Egon Schiele, pertinazmente evocado por el rapaz, frecuentemente como anzuelo de variadas tentaciones para Lucrecia y Justiniana. Por otra parte, el mundo de la cultura irrumpe a través de muchos otros cauces en la novela tan desbordantemente que nos llega a hacer cuestionar lo verosímil de la erudición de este don Rigoberto, alto ejecutivo de seguros, aficionado a las cenestesias menos sutiles hasta el grado de lo escatológico, y de índole inequívocamente «huachafa».

El narrador no pretende deshacer ni ésta ni ninguna otra objeción razonadamente;  simplemente  nos hace introducirnos, con la admirable trampa del arte de contar, con su incuestionable capacidad para cambiar registros, en un mundo donde todo en el fondo es jovialmente válido. Ya en el terreno de la «fe poética», si no nos convence, nos deja inermes y fascinados ante la singular justificación de don Rigoberto para mantener inalterable el límite de sus 4.000 libros, la prelógica del fetichismo de los nombres, la soberanía de lo literario ante el culto a la madre Natura, la visión menguada del deporte, la exaltación de las fobias, el derecho de Lucrecia a jugar a la prostitución, la fiesta sin inhibiciones de los sentidos, la le- gitimidad de los anónimos… Todo, en fin, lo que emana de dentro y fuera de los cuadernos del concienzudo anotador, observador infatigable, nuevo escriba vargasllosiano emparentado, por el placer de la palabra, con el Pedro Camacho de  La tía Julia y con El hablador, a quien, en el peor de los casos, salva la irrefutable máxima de Híilderlin que, con otra de Montaigne, sirve de lema a la novela: «El hombre es un dios cuando sueña y apenas un mendigo cuando piensa».