Javier Del Río Alba. Arzobispo de Arequipa
Con el Domingo de Ramos comenzamos la Semana Santa, en la que conmemoramos el misterio de nuestra redención, es decir, la obra de nuestra salvación realizada por Jesucristo, el Hijo de Dios. Como el mismo Jesús dijo, Él vino al mundo a realizar la verdadera y plena justicia; no vino para condenar al mundo sino para salvar al mundo. La justicia de Cristo no proviene de nuestras obras sino de su amor y consiste en salvarnos de la injusticia del mal. La justicia de Dios es profundamente distinta a la justicia humana, y se manifiesta en el hecho de que Jesús ha pagado por nosotros con su propia sangre, para liberarnos de la esclavitud del pecado. Frente a la justicia de los hombres, que muchas veces incluso no es una verdadera justicia porque está condicionada por diversos intereses, se nos ofrece la justicia de Dios que es gratuita y que viene del amor que ha llevado a Jesús a morir por nosotros.
Todos hemos sido creados por Dios para vivir libremente, en comunión con Él y con el prójimo, y ser felices. La felicidad no consiste, como hoy día por tantos medios se nos quiere hacer creer, en darnos gusto en todo, huir del sufrimiento y vivir de modo egoísta. Esa aparente felicidad es sólo una ficción que, tarde o temprano, desemboca en la frustración de quien vive encarcelado tras las rejas de su propio yo. En cambio, la verdadera felicidad, que sólo Dios nos puede dar, es aquella que no se acaba nunca. Jesús es el único capaz de curarnos de nuestros males más profundos, liberarnos del pecado y hacernos verdaderamente felices. En otras palabras, la solución a nuestro problema fundamental, a nuestro problema más profundo que nos impide ser realmente felices, es Cristo.
Con su muerte y resurrección, Jesucristo inauguró una nueva etapa en la historia de la humanidad, y en cada Semana Santa quiere también inaugurar una nueva etapa en la vida de cada uno de nosotros, en el hoy de nuestra historia. Todos estamos invitados a acogernos al amor de Dios manifestado en Jesús muerto y resucitado. En la medida en que lo hagamos podremos ser verdaderamente salvados y pasados existencialmente de la esclavitud a la libertad, porque a cambio de la sangre de Jesús, su hijo amado, Dios nos envía a todos el perdón y la gracia de poder resucitar junto con Cristo y experimentar la vida eterna ya desde este mundo. Dios nos abre las puertas del Cielo, para que podamos vivir en comunión con Él y con los hermanos, por toda la eternidad.
Celebrar la Semana Santa, en la que contemplamos la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, implica salir de la ilusión de autosuficiencia en la que vivimos, aceptar nuestra necesidad de Dios y dejarnos amar, perdonar y salvar gratuitamente por Él. Los invito a participar en las celebraciones de estos días con este espíritu y a abrir sus corazones para que la sangre redentora de Cristo pueda destruir el pecado en su raíz y darles a cambio su victoria sobre el mal y la muerte, la felicidad verdadera.