Por Jorge Condorcallo Ccama
En la curva del camino se yergue el árbol que protagoniza esta historia. El molle abre sus brazos en bienvenida, aunque hay un aura perversa en su existencia que se recrudece cuando llega la noche y sus ramas secas se alargan y oscurecen el sendero. La gente supersticiosa que vive en la silenciosa zona que domina el viejo molle ha tratado de quemarlo las veces que la mala suerte se ha apoderado de alguna familia del vecindario sin conseguir más que una corteza ennegrecida en el intento. Quizás ofendidos por la insolente persistencia del mal augurio que significa para ellos el árbol que los saluda todas las mañanas, aprendieron y enseñaron a sus hijos a arrojar la basura en su alrededor hasta convertir el sitio en un grotesco templo a donde solo los perros callejeros se acercan para recoger la comida descompuesta.
Todas las miradas y miedos se juntaron en el árbol al conocer la terrible noticia de la niña que no volvió de la tienda a la que sus padres mandaron por tres botellas de cerveza. La buscaron por las chacras de la parte alta, por el cauce de la acequia que alguna vez devoró un cordero, sin resultados, hasta que alguien se metió en la basura amontonada para remover la inmundicia. No pasó mucho tiempo de haber empezado la búsqueda cuando un brazo retorcido apareció al levantar un par de bolsas hediondas. La mano desesperada saludó a su madre que se rompió en dos y a sus vecinos quienes llamaron a los policías.
La violaron con violencia brutal y mataron a sangre fría. La noticia que espantó a la ciudad no dejaba dormir a los vecinos y a sus hijos.
Los hombres que sentían odio y repulsión por igual culparon al tenebroso árbol de la desdicha. Se sintieron justos en su decisión porque el monstruo alto y viejo había cobijado tal abominación. Los que no creían en lo sobrenatural se dejaron llevar para aplacar su inconmensurable miedo contra lo que sea. Quemaron los desperdicios, el fuego levantó un humo repugnante, como si así podrían borrar la tragedia de su memoria. Sobre las vigorosas llamas anaranjadas de su cólera resplandecieron las hachas y los cuchillos. Le asestaron golpes con tal furia que algunos se desollaron las palmas y la sangre viscosa aplacó la fiebre de venganza que los consumía. Lo descuartizaron hasta quitarle todas las ramas, ni una palabra dijeron en el inverosímil ajusticiamiento. En el crepúsculo solo quedó el tronco desnudo; no se detuvieron, removieron las piedras con picos y palas; finalmente, los vecinos, familiares y amigos con la fuerza de sus brazos y sus piernas lo arrancaron de la negra tierra que lo amamantaba.
Vieron sorprendidos las gruesas raíces retorcerse con vida propia, habían estado un siglo amarradas y cuidando un misterio que jamás hubiesen conocido si no mataban a esa inocente de ocho años. Del maldito hoyo que protegía el molle salió, atado a las raíces lechosas, lo inesperado.

Lo inesperado se movió como un tigre frente a sus cazadores, como un animal acorralado. En el desconcierto con sensación a pesadilla el explosivo reclamo los sobrecogió con la realidad:
–¿Fuiste tú quien mató a mi hija? –preguntó la voz temblorosa del padre entre la multitud alucinada.
–¡No! –gritó Lo inesperado.
Y el demonio, porque su espeluznante apariencia es lo que decía, volvió de un salto al agujero húmedo de donde lo sacaron, con miedo a ser destrozado por el gentío de salvajes que derribaron aquello que fue algo más que una guarida.
–Mi mundo es la noche. Mi amigo, al que ustedes acaban de matar, y yo, vimos lo que pasó.
–Señor, díganos ¡¿Quién fue?! –exclamó la abuela que había criado a la víctima desde que llegó a este mundo y la replicaron otras voces maternas con semejante desesperación.
–Sé quiénes lo hicieron, lo sé, lo sé muy bien y veo que están aquí, entre ustedes. A cambió de mi libertad calmaré su sed.
Nadie se movió ni habló en la reunión, el viento avivó el fuego que desintegraba lentamente las ramas amontonadas. De pronto Lo inesperado brincó y sus patas se hundieron en la ceniza y sus uñas acariciaron el tronco en el que la última luz de la tarde dibujó un rostro de abuelo en las arrugas. Los hombres ansiosos vieron el dedo afilado que señaló y los acusó.
–Él y él lo hicieron, ella los ayudó a matarla. ¡Qué lástima! Que la verdad sea de su provecho.
Luego Lo inesperado, como una enorme lagartija, se escurrió en la forma de un relámpago rojo que precedió a la noche; el acusador se perdió entre las piedras pircadas y un susurrante maizal.
Los justos e inocentes buscaron y observaron con horror a los señalados y no podían creerlo. El padrastro dio un paso atrás, su hermano hizo lo mismo y la madre, su propia madre, cayó de rodillas e imploró por compasión porque recién entendió lo que había hecho o lo que iba a pasar.
Lo que sucedió no es un secreto. Yo que estuve ahí les digo, para acabar esta historia, que a medianoche tres columnas de fuego iluminaron, mejor que la luna llena, el único camino que nos llevó de vuelta a la paz de nuestras casas.