Por Sarko Medina Hinojosa
Todo el barrio la conocía como Valentina. Vivía en la casa rosada de la esquina de Melgar con Progreso, esa que tenía buganvilias trepando por las rejas. Desde que llegó hace un año, los hombres del barrio perdieron la cabeza.
Era imposible no voltear cuando pasaba. Metro setenta de pura perfección, piel canela dorada, cabello negro que le llegaba a la cintura, y unos ojos verdes que no parecían de este mundo. Caminaba como si flotara, y su perfume —vainilla mezclada con algo floral— se quedaba suspendido en el aire minutos después de que pasara.
Los primeros en caer fueron los universitarios del edificio de enfrente. Le silbaban, mandaban flores, escribían poemas que dejaban en sus en vivos o por interno en sus redes. Valentina sonreía, daba like amoroso, agradecía con esa voz que era como miel derramándose por los píxeles de sus envivos, pero nunca aceptaba invitación alguna.
Empezaron a acosarla los trabajadores del turno noche. Los vigilantes, los taxistas, los panaderos, trabajadores, abogados, oficinistas, repartidores. Todos querían ser el elegido. El que lograra una cita, una salida, una comida, boca come y la ilusión de la correspondencia al final de la noche.
La cosa se puso seria cuando los Huamán y los Carrera, las dos familias de extorsionadores que controlaban la zona, empezaron a competir por ella. Primero fueron regalos cada vez más caros. Después, piques en la avenida Sepúlveda a las dos de la madrugada. La tensión explotó un sábado de octubre cuando Carlos y Yonaikerse encontraron frente a la casa de Valentina.
—Ella es mía —escupió uno. —Estás muerto —respondió el otro.
Los disparos resonaron por toda la avenida. Valentina miraba desde su ventana, filmando todo con su celular. Al día siguiente subió un reel con la canción «Si No Le Contesto» de Plan B de fondo. Cincuenta mil likes en una hora.
Sus redes sociales eran un fenómeno. Instagram, TikTok, OnlyFans para los contenidos «exclusivos» que nunca mostraban más de lo necesario. Miles de seguidores babeando por cada foto, cada story, cada live donde aparecía maquillándose durante horas frente a un espejo rodeado de luces LED.
Pero había uno que destacaba entre todos los simps. Héctor Paredes, el callado del departamento 3B. Treinta y dos años, programador, solitario, con una colección de figuras anime que valía más que su Toyota Corolla. Demasiado cliché, y lo sabía. No era como los otros que comentaban «DIOSA» o con emojis de fueguitos. Héctor estudiaba cada píxel de cada foto. Descargaba sus videos y los analizaba frame byframe. Conocía cada lunar (real o filtrado) de su cuerpo. Sabía sus rutinas, sus horarios, sus marcas favoritas de maquillaje.
Una noche de octubre, Héctor no pudo más. Entró a la casa a esperarla. La casa olía a vainilla y flores, pero había algo más. Un olor acre, químico, casi metálico, como a monedas viejas escondido bajo el perfume.
Al sentir que llegaba, se escondió. Dejó que pasaran unos 20 minutos y fue a la habitación principal. La puerta estaba entreabierta. El resplandor rosado de las luces LED se filtraba hacia el pasillo. Y desde adentro, un sonido. Un silbido húmedo… el sonido que él había descucbierto en sus videos, pero que siempre había atribuido a un mal micrófono. Era su respiración.
Entró.
Valentina estaba sentada frente a su tocador. No se estaba desmaquillando con toallitas. Estaba raspando su mejilla con una pequeña espátula metálica.
—Te estaba esperando, Héctor —dijo sin voltear—. Sabía que vendrías. Eres el único que realmente me observa, el único que podría amarme sin los filtros.
—Yo… Valentina, yo…
—Shhh. Ven. Acércate. Quiero mostrarte algo.
Héctor dio dos pasos. Ella seguía raspando. Capas secas de base, látex y sellador caían al tocador como pintura vieja.
—Todos los demás solo ven lo que quieren ver. Pero tú, Héctor… tú has estudiado cada foto, cada video. Tú sabes que hay algo más, ¿verdad? Algo que los filtros no pueden ocultar completamente.
—Valentina, yo te amo con locura, pero quiero que me muestres tu verdadero rostro, solo quiero que seas real,
—Lo soy. —Dejó la espátula—. Más de lo que crees.
Se volteó.
Se había quitado solo la mitad de la máscara de maquillaje. El lado izquierdo de su rostro era la perfección de Instagram. El derecho…
Donde debería estar la mitad derecha de su rostro había una masa de carne burbujeante, como si alguien hubiera metido una cara en ácido y luego tratara de reconstruirla con cera derretida. No tenía nariz en ese lado, solo un agujero que silbaba al respirar. El labio era una llaga supurante que se abría verticalmente. El ojo derecho estaba más arriba, sin párpado, y de él corrían lágrimas de pus amarillo. La piel era una geografía de cráteres, tumores y tejido necrótico que latía.
—¿Me amas ahora, Héctor? —Su voz ya no era miel. Era un graznido gutural que burbujeaba a través de las llagas—. ¿Me amas como realmente soy? ¡Tienes que amarme!
Héctor gritó y corrió hacia la puerta. Valentina sacó una pistola de su mesa de noche y alcanzándolo disparó. Tiro certero en la espalda. Héctor cayó en el pasillo y la sangre se esparció sobre la mayólica blanca.
Los policías llegaron en minutos. Valentina los recibió. Se había reaplicado rápidamente la base sobre la parte expuesta; un trabajo tosco de cinco minutos que, en la penumbra de la entrada y con su llanto actuado, pasaba por el shock del momento.
—Él… él entró… traté de defenderme…
El comisario Rodríguez no podía dejar de mirarla. Era perfecta, incluso en su vulnerabilidad.
—El arma no está registrada, señorita.
—Lo sé… tal vez podríamos hablarlo, comisario. ¿El viernes, me gustan los makis?
Él asintió hipnotizado mientras sus hombres «encontraban» las huellas de Héctor en el arma. Sería defensa propia, caso cerrado. Descanse señorita, descanse.
Cuando todos se fueron, Valentina subió a su habitación. Se paró frente al espejo, se sacó los restos de la máscara que contenía sus excreciones faciales y lo que era su verdadero rostro la miró de vuelta. Con furia estrelló el puño contra el cristal, rompiéndolo en mil pedazos.
—¡Maldita! ¡Maldita seas!
Con movimientos practicados, comenzó la transformación. Sacó una nueva máscara. Primera base de alta cobertura, Dermacol, la que usan para cubrir tatuajes. Necesitó cuatro capas solo para crear una superficie uniforme. Después corrector naranja para neutralizar los tonos morados y verdes de la piel necrótica. Más base. Contour para crear la ilusión de una estructura ósea normal. Highlight estratégico. Labios dibujados donde deberían estar. Pestañas postizas XXL para distraer de la asimetría ocular y empezó con el maquillaje final.
Dos horas después, era La Valentina otra vez.
Tomó su celular, activó el ring light y comenzó un live en TikTok.
—Hola, mis amores. Qué noche tan terrible. Un acosador entró a mi casa, pero ya estoy bien, solo que tuve que desvivirlo, ya saben no puedo decir la palabra con «m» porque me bloquean. Quiero mostrarles el maquillaje que usé mientras les cuento cómo terminó el maldito, lo malo es que me tendré que mudar de nuevo. Empecemos Prefessional de Benefit, base Double Wear de Estée Lauder en tono Sand. Corrector Shape Tape de Tarte. Contour con el Fenty Beauty Match Stix. Iluminador Becca en Champagne Pop. Labios con el Russian Red de MAC. Setting spray All Nighter de Urban Decay para que dure toda la noche y…
Miles de corazones rojos llenaban la pantalla. Los comentarios no paraban: «Eres perfecta», «Yo nunca podría verme así de bella».
Valentina sonrió a la cámara, esa sonrisa perfectamente diseñada. Sintió cómo la piel bajo el Dermacol dejaba de supurar. El tejido necrótico se calmaba, alimentado por la adoración extrema.
Al terminar se acercó al lente hasta que su rostro maquillado llenó toda la pantalla y mirando directamente a la cámara, como si pudiera ver a través de las pantallas de cada uno de sus seguidores, preguntó:
—Y tú ¿qué maquillaje usas para tus imperfecciones?




