Marisol es de Vilque Chico, provincia de Huancané, en Puno. Creció entre el frío del altiplano y las ausencias. Su madre murió cuando ella tenía tres años. Quedaron seis hermanos pequeños. Su padre, abrumado por la pérdida, comenzó a beber. “Yo era muy chiquita”, recuerda. “Él estaba triste. No sabía qué hacer”.
Desde niña trabajó en la chacra para ayudar a su familia. “Los fines de semana iba a ayudar con la siembra, con los animales. De todo hacía.”Con el tiempo, su padre tuvo dos compromisos. Del primero tiene un mal recuerdo. Sin embargo, su segunda madrastra le cambió el rumbo a punta de amor: “Ella fue buena conmigo. Fue buena con todos nosotros. Amó a los 6 hijos de mi papá como si fueran suyos”.
A los doce años comenzó a viajar a Arequipa durante las vacaciones escolares. “Venía a trabajar para juntar plata y seguir estudiando”. Su hermano mayor, zapatero de oficio, la conectó con su cuñada, una vendedora de ceviche. Es así que a los 18, Marisol empieza a trabajar con ella de forma constante durante 11 años. “Ahí aprendí todo. A cortar el pescado, a preparar el jugo, a atender rápido. Me gustó el trabajo, pero también me cansaba”.
Marisol nos cuenta que por poco dio a luz trabajando en la cevichería de su cuñada. «Hasta casi cumplir los 9 meses seguía trabajando». Y no tiene que ver con que haya sido víctima de algún tipo de explotación. Al contrario, Marisol nos dice que está profundamente agradecida por todo lo que aprendió, y con su cuñada. Nuestra cevichera es de las personas que aman trabajar, sentirse útiles, avanzar. «Me aburro, me desespero, cuando estoy en casa», nos cuenta.

El reto de emprender
Aunque las circunstancias la obligaron a convertirse en una maestra de su rubro, no por nada es la favorita de sus comensales, ella tenía el sueño de tener su salón de belleza, para ello estudió cosmetología. “El ceviche me parecía un trabajo muy asfixiante”. Y aunque el esfuerzo es grande, no se arrepiente. Las deudas del banco son tal vez su principal preocupación (y motivación) como casi la de todos los emprendedores del país.
Su negocio, una pequeña cevichería a la que bautizó Mar y Sol, tiene apenas un mes y medio de vida en un espacio entre talleres de mecánica en la séptima cuadra de la calle Puno en Miraflores (Arequipa). Antes de contar con su local, durante tres años, Marisol trabajó en la esquina entre las calles Espinar y Puno, vendiendo ceviche en carretilla.
“Era un sitio bueno, pasaba gente, habían clientes, pero tuve problemas con una vecina”, cuenta. Aquella mujer, de quien evita darnos el nombre, dueña de una tienda, le pidió que le ayudara con un préstamo bancario. Marisol se negó. “No me gusta meterme en deudas ajenas”, nos dice. Desde entonces, la relación se quebró. La vecina le advirtió que no la dejaría trabajar tranquila. Marisol optó por irse. “No me gusta pelear. Prefiero comenzar de nuevo”. Esa misma vecina, en sus inicios le había recomendado comprarse su carretilla, lo que, a pesar del impase, Marisol recuerda con gratitud.
A las tensiones con la vecina se sumaban las constantes visitas de los policías municipales. “Cada vez que venían, tenía que correr con mis platos, las sillas, todo”, recuerda. “Vivía con el corazón en la boca”. La presión terminó por convencerla: alquiló su pequeño local, aunque, algunas veces, el espacio resulta insuficiente para su clientela. “Cuando se llena, me toca atender también afuera”, dice riendo.

Todo es fruto de su esfuerzo
Marisol trabaja con serenidad, pero también con método. Se levanta temprano, va al mercado, selecciona el pescado, corta, prepara, limpia. Tiene una colaboradora. Cuando el día termina, recoge, ordena, y deja todo listo para el siguiente. Y así todos los días.
Su sueño inmediato es cerrar sus deudas y abrir una sucursal. Después, quizá, casarse por iglesia. “Pero paso a paso”, aclara. “Primero quiero estar tranquila. Ya he corrido bastante”.
Su cevichería está rodeada de talleres, llanterías y tiendas de repuestos. Su clientela principal son los mecánicos. “Son buenos clientes. Me tratan bien. Ya son como mi familia”.
“Yo no me quejo”, dice mientras sirve un plato. “Hay días duros, pero también hay bendiciones. Dios me ha ayudado mucho. Si uno trabaja de corazón, las cosas salen bien.”
Entre motores y herramientas, el aroma a cebolla, pescado y limón le da a la calle Puno un respiro distinto. Los mecánicos la saludan por su nombre. Ella responde siempre con una sonrisa a la que le impregna su carácter emprendedor. En su cevichería, el trabajo, el esfuerzo y la buena sazón se sirven en el mismo plato.




