Subversónico / El fracaso como método: Ética y persistencia de la música experimental y Avant Garde en Arequipa

Escribe: Victor Miranda Ormachea

En Arequipa lo experimental nunca tuvo que ver con expectativas, no existe la ilusión de un mercado ni la esperanza de reconocimiento. Desde hace más de dos décadas, los proyectos que orbitan en torno al ruido, la manipulación digital o el rock deformado aprendieron a trabajar bajo una certeza: fracasar es la única condición posible. Fracasar no por incapacidad, sino porque la práctica nunca busca adaptarse a lo que se supone que alguien podría querer escuchar, por lo que el fracaso deja de ser un accidente para convertirse en un método.

Ese fracaso anticipado es lo que define la música experimental local. Un track de drone editado en plataformas abiertas no va a vender, no será reseñado en Lima ni aparecerá en playlists algorítmicas. Su futuro ya está escrito: permanecer invisible. Los músicos (y no músicos) lo saben y, sin embargo, insisten. Persistir en esa producción sin demanda no es un acto romántico, sino una obstinación material, un a terquedad proverbial que se hace casi admirable. La lógica que sostiene todo es simple: producir porque sí, porque la experimentación es un fin en sí mismo.

El gran volumen de música que incide en esta obstinación se da en la electrónica. Ahí se concentran los intentos más arriesgados, donde un software pirata puede funcionar como estudio completo y un par de cables reciclados se convierten en interfaz. La precariedad no es un defecto que deba corregirse, sino un lenguaje. Laptops viejas, grabaciones defectuosas, limitaciones técnicas: lo que en otro contexto sería un obstáculo aquí se vuelve la condición para crear. Claro, en ciertas ocasiones aparecen intentos de mayor calidad, con grabaciones más limpias o equipos mejor ensamblados, pero incluso entonces todo queda encapsulado en un margen reducido. La diferencia entre un demo grabado en un cuarto de alquiler y una edición digital cuidada se diluye, porque el circuito en el que se mueven las piezas es igualmente mínimo.

En este contexto, el rock experimental es sólo un apéndice, hay apenas un par de propuestas que, aunque menos extremas, bordean la disonancia, el ruido o el shoegaze en versión casera. No llegan a los niveles de radicalidad de la electrónica, pero existen como satélites. En cualquier caso, el territorio sigue siendo estrecho: no hay un campo fértil ni una comunidad amplia, apenas individuos que insisten en producir al margen.

Lo curioso es que, aun dentro de esa precariedad, hay proyectos que han logrado salir de la ciudad y circular en redes y medios internacionales de nicho. Discos físicos (vinilos y cds) editados por pequeños sellos extranjeros, colaboraciones improbables, giras latinoamericanas en condiciones mínimas: casas prestadas, públicos de diez personas, viajes financiados de manera artesanal, etc. La paradoja es evidente: afuera se generan vínculos, adentro no pasa nada, pero por otro lado ninguno de esos logros modifica la invisibilidad local. Los medios, las instituciones culturales y el propio circuito independiente de la ciudad siguen funcionando como si nada de eso existiera, ni siquiera esa pequeña resonancia internacional regresa a Arequipa; se queda afuera, como un leve eco sin consecuencias inmediatas.

Entonces, lo que existe no alcanza para llamarse escena. Hablar de “escena experimental” sería exagerado, no hay instituciones, no hay continuidad organizada, no hay espacios estables de exhibición, lo que ocurre son momentos: eventos dispersos, compilaciones aisladas, reuniones puntuales. A veces se logra reunir a varios proyectos en un mismo cartel, pero eso no implica consolidación. La regularidad que define a una escena aquí se reemplaza por la intermitencia, se trata menos de un campo colectivo que de individuos que, cada cierto tiempo, coinciden en un mismo espacio.

Sin embargo, persistir en ese vacío constituye una ética, grabar discos que casi nadie escuchará, tocar para diez personas en un espacio marginal, subir tracks a plataformas donde nadie buscará esas etiquetas. Todo eso no se sostiene en la expectativa de un resultado, sino en la práctica en sí misma. Hacer porque si, insistir aunque fracasar esté asegurado, esa obstinación configura un modo de estar en la música que no depende del consumo ni del mercado. La independencia no se da por rechazo consciente a la industria —que aquí nunca existió—, sino por ausencia total de demanda.

La estética del fracaso se reconoce en los detalles, piezas sonoras que duran menos de dos minutos y parecen bocetos o extensos desmadres postapocalípticos de quince minutos, grabaciones saturadas de ruido de fondo, estructuras que no se resuelven.  Nada de eso necesita corrección, no hace falta una intención de pulir ni de volver legible lo ilegible, lo fallido se asume como forma, la precariedad no es un defecto sino que es el territorio natural, y en ese territorio se sostiene una ética radical: producir sin esperar nada a cambio.

Siendo optimista, se puede sostener que en Arequipa el rock de factura personal – ese que crea también con gran dosis de idealismo, temas propios – monopoliza el rótulo de lo “independiente” y donde la expectativa de cualquier banda es llenar un bar o aparecer en una nota de prensa. Lo experimental funciona como contradiscurso, no busca seducir, no busca atraer, no busca validar nada. Lo experimental existe porque alguien insiste en conectar cables, manipular pedales o deformar sonidos, aun sabiendo que no habrá público ni recompensa. Persistir en ese gesto, contra toda lógica de la demanda, es su mayor fortaleza.

El fracaso, visto así, no es derrota, es el único marco posible para sostenerse. Fracasar no significa desaparecer, sino existir sin público, sin mercado, sin visibilidad. En esa negativa a adaptarse está oculta cierta grandeza. La música experimental en Arequipa (y probablemente en toda Latinoamérica y el mundo) demuestra que el fracaso puede ser productivo: un método, una estética, una ética. Lo que queda, entonces, no es un catálogo de éxitos ni un registro de modas, sino una constancia, una prueba irrefutable de que, en los márgenes, hay quienes siguen haciendo sonar lo que nadie pidió escuchar.