Por Víctor Miranda Ormachea
La narrativa dominante en la música contemporánea está atravesada por un reduccionismo que convierte la visibilidad en sinónimo de calidad y la acumulación económica en medida de legitimidad. En el ecosistema actual, con plataformas digitales, métricas algorítmicas y capitalización de la atención, el valor estético se diluye en una contabilidad de reproducciones, rankings y viralidad. Este dispositivo opera como una epistemología del éxito: lo que no circula masivamente es relegado al estatuto de anomalía o de residuo cultural.
En el pasado, la categoría de lo “comercial” funcionaba como una frontera crítica: nombraba aquello prefabricado cuya única función era insertarse en el mercado. El término implicaba desdén y establecía una jerarquía con lo artístico, hoy, esa distinción se ha vuelto insostenible. Pues la industria ha aprendido a infiltrar gestos de autenticidad en proyectos abiertamente diseñados para la maximización de beneficios. Del mismo modo que artistas con pretensiones de exploración formal han internalizado las exigencias de la lógica de mercado. La hibridez resultante borra las líneas divisorias: ya no es posible identificar con claridad qué es mercancía y qué es arte.
El problema no radica solo en esta confusión, sino en el modo en que se construye la memoria cultural. La historia de la música se está escribiendo desde las plataformas de distribución y no desde el juicio crítico. Lo que sobrevive en el archivo digital no necesariamente responde a un valor artístico intrínseco, sino a su capacidad de insertarse en los algoritmos de recomendación. La consecuencia es que las obras de mayor complejidad formal —aquellas que rehúsan la simplificación y exigen un compromiso de escucha— se vuelven invisibles al ser desplazadas por producciones diseñadas para la gratificación inmediata.
Este proceso no es nuevo, obviamente, la tensión entre arte y mercado ha atravesado todas las etapas de la modernidad musical, desde la industria fonográfica de mediados del siglo XX hasta la era del videoclip. Sin embargo, lo que se ha radicalizado en el presente es la convergencia total entre legitimidad y circulación. El mercado ya no es solo un entorno donde la música compite por espacio; es el sistema de validación en sí mismo y la legitimidad estética se mide en cifras.
La paradoja se advierte con claridad en el terreno de la recepción. Los artistas que históricamente expandieron los límites de la forma —los que asumieron riesgos estéticos, los que articularon discursos incómodos o ininteligibles— rara vez encontraron eco masivo en su tiempo, su importancia fue reconocida a posteriori, cuando las condiciones de escucha cambiaron y su radicalidad pudo ser revalorizada. En la lógica actual, ese desplazamiento temporal es cada vez más improbable, la velocidad de obsolescencia del mercado no concede margen para que lo incómodo se asimile. Lo que no se traduce en consumo inmediato queda archivado sin posibilidad de retorno.
La crítica, en este contexto, se enfrenta a un dilema: Si adopta los parámetros de la industria, se convierte en mera amplificación de tendencias; si se resiste, corre el riesgo de quedar en la marginalidad, de hablar en, y al, vacío. La crítica musical, que en otras décadas funcionaba como mediación entre obra y público, ha sido absorbida por la inmediatez de la opinión digital. La figura del prescriptor ha sido reemplazada por el algoritmo, y la pregunta por el valor estético ha sido sustituida por la pregunta por la visibilidad.
Lo que está en juego no es sólo la valoración de un repertorio específico, sino la propia noción de canon. El canon musical —ese relato histórico que organiza qué obras merecen ser recordadas y cuáles no— se está configurando ya no desde los archivos, los sellos o la academia, sino desde las plataformas de consumo. En consecuencia, lo que en el futuro se considere representativo de nuestra época probablemente estará determinado por criterios de circulación y no de innovación estética. Por ello la historiografía musical corre el riesgo de convertirse en una cartografía del mercado.
El desenlace de este proceso es inquietante: la posibilidad de que en unas décadas los nombres que se inscriban como definitorios de este tiempo sean aquellos que mejor se adaptaron a las exigencias del algoritmo, mientras las prácticas más radicales, aquellas que verdaderamente desafiaron la lógica de la forma, queden relegadas al pie de página. Lo que se pierde no es solo un conjunto de obras, sino la capacidad misma de la música para funcionar como laboratorio estético, como espacio de resistencia frente a la economía política de la atención.
El riesgo no es menor, en un futuro cercano se reescribirá la narrativa de estas décadas bajo el prisma de lo popular, y se afirmará que los grandes artistas de nuestro tiempo fueron Myke Towers, Anuel AA, Post Malone, Lewis Capaldi o Bruno Mars. Esa deformación histórica ya está en marcha: hoy vemos cómo se glorifica retrospectivamente a artistas como Limp Bizkit, Linkin Park, My Chemical Romance, Panda, Alanis Morissette o Avril Lavigne, nombres que en su momento no alcanzaron ni la medianía y se percibieron como desechables, pero que gracias al efecto amplificador de las redes sociales han sobrevivido en el imaginario colectivo. Mientras tanto, artistas contemporáneos que merecen un lugar central, como Lingua Ignota, Kali Malone, Mabe Fratti o Lucrecia Dalt, entre tantos otros, corren el riesgo de quedar relegados a la invisibilización
Frente a este panorama, insistir en la diferencia entre éxito comercial y valor artístico no es un gesto de nostalgia elitista, sino una tarea crítica urgente. De lo contrario, la música quedará reducida a la superficie cuantificable de un sistema que solo sabe reconocer aquello que produce capital; lo demás —lo complejo, lo incómodo, lo no inmediato— será borrado antes de poder disputar siquiera un lugar en la memoria de la gente y en la historia




