Los nudos cuánticos del Quipu: Todos estos androides, ¿quienes son?

Historias al atardecer Por Sarko Medina Hinojosa

What’s that? (I may be paranoid, but no android)

What’s that? (I may be paranoid, but no android)

Paranoid Android, Radio Head

Abrí los ojos lentamente, parpadeando ante la tenue luz que se colaba por las persianas. Me encontraba en una habitación levemente desconocida. Había algo familiar en el ambiente que no lograba descifrar. Las paredes tenían un tono suave, nada que ver con los colores vibrantes que recordaba en mi habitación, pero la distribución de la cama, los muebles, era la misma. La ubicación de la ventana y las puertas al baño y al pasadizo, igual.

Me incorporé con dificultad, sintiendo un leve hormigueo en las piernas. Al mirar a mi alrededor, noté un pequeño objeto rectangular sobre la mesita de noche. Lo tomé entre mis manos, observándolo con curiosidad. Tenía una superficie brillante y negra, tan delgada como un libro, aunque más liviana. Parecía hecho de vidrio, pero no se rompía al presionarlo fuerte. Había algunas ranuras sobresalientes en un lateral, como si fueran botones, pero no pude entender para qué servían.

Dejé el objeto en su sitio y me puse de pie, haciendo una mueca al sentir mis articulaciones crujir. Una mala noche seguro. El frío debió entrar en mi columna. Caminé lentamente hacia la ventana y corrí las persianas.

Estaba en un segundo piso, como en mi casa. El exterior me resultó igual de desconcertante que el interior de la habitación. Edificios enormes se alzaban majestuosos al fondo de la ciudad, con formas y materiales que jamás había visto. Cristal y metal que brillaban bajo el sol. Las calles estaban vacías de vehículos, pero vi algunas pequeñas máquinas deslizarse silenciosas, como cajas con ruedas que se movían solas. Un zumbido me alertó y vi a un pequeño helicóptero, no más grande que una maleta, dejar algo en la casa del frente.

Traté de reconocer la vivienda. Vagamente me recordó a la de los González Ferreiro, mis vecinos, pero estaba transformada. No sé cómo expresarlo: sacada de una película de esas futuristas sería lo correcto, y aun así me quedo corto. Los techos parecían hechos de material translúcido, y no había rastro de humo por la parte de atrás ni emisión de sonidos ruidosos de motores.

Mi mente era un hervidero de preguntas. ¿Acaso fui reclutado para algún experimento secreto del Ministerio? ¿Estaba soñando? No, esto se sentía terriblemente real, por más inverosímil que pareciera. Necesitaba encontrar respuestas y, con paso vacilante, me encaminé hacia la puerta de la habitación.

En el pasillo me pegué a las paredes mientras avanzaba con cautela. A pesar de mi desorientación, algo en mi interior me decía que este lugar me era familiar, casi como un eco lejano. Llegué a lo que parecía ser la sala y me detuve en seco, boquiabierto ante lo que tenía enfrente.

Una pared entera parecía estar hecha de una especie de vidrio luminoso que proyectaba imágenes en movimiento de colores vibrantes. Nunca había visto nada semejante. ¿Acaso era una ventana a otro mundo? Me acerqué lentamente, hipnotizado por las escenas que se desplegaban ante mis ojos. Personas y objetos se movían y hablaban, aunque no lograba entender su idioma. Abajo aparecían frases escritas en castellano.

Sentía como si fuera una proyección mayor de un televisor, como si fuera cine. Volteé para ver si se proyectaba desde alguna parte, pero frente al aparato no había nada. Ni siquiera el hueco del proyector. La imagen surgía del mismo vidrio, como por arte de magia.

De pronto, la «ventana» emitió un leve zumbido y las imágenes cambiaron para mostrar un paisaje montañoso de ensueño, de colores vibrantes. Me quedé mirando, desconcertado, hasta que un leve sonido a mis espaldas me sobresaltó.

Me di la vuelta para encontrarme con una mujer de mediana edad que me observaba con una mezcla de ternura y preocupación. Estaba vestida con un extraño ropaje pegado al cuerpo, como si fuera una segunda piel. Llevaba unos lentes extraños sobre la cabeza, diferentes a cualquier anteojos que hubiera visto, y algo que salía de sus orejas: unos tubitos blancos que parecían estar conectados a algún dispositivo invisible.

Iba a correr cuando sentí que mis piernas no me respondían a la velocidad que necesitaba para escapar de allí. Debo mantener la calma, me dije. Yo trabajo en el Ministerio de Economía. Es el año 1981. Es la ciudad de Lima. Gobierna Belaúnde Terry. Mi Libreta Electoral es la 082641. No creo en cosas paranormales. Estoy casado con…

—Abuelo, ¿te encuentras bien? Ven, siéntate conmigo un rato.

«Abuelo». La palabra hizo eco en mi mente como un trueno lejano.

Miro a mi alrededor una vez más. Esta no era mi realidad, sino los vestigios de un futuro que alguna vez imaginé pero que ahora parecía tan ajeno. Hace poco leí un libro de Isaac Asimov, un escritor moderno con ideas fantásticas que me hizo imaginar el futuro. Entonces esto es un sueño. ¡Claro! Eso es.

Las paredes, los muebles, esos extraños objetos… forman parte de un mundo que ha avanzado y lo estoy imaginando. Pero ¿y si en realidad estoy en un experimento? Uno en el que prueban mi resistencia a la realidad. Estos pueden ser robots, androides con piel sintética. Si actuara con violencia, no creo que arriesguen poner en peligro a humanos. Estoy en mis veintiocho años. En los ejercicios cargo cincuenta kilos con cada brazo. No creo que se arriesguen a ponerlos en peligro.

Quiero ver hasta dónde llegan con este truco.

Me dejé caer en el sofá junto a la mujer. Le seguiré la corriente. Algunos sueños son muy lúcidos, aunque no entiendo ese concepto. Es más, creo que no lo he escuchado nunca. Siento que explica esta situación.

La mujer me tomó de la mano con delicadeza y me miró a los ojos. Sus facciones me resultaban familiares, aunque distorsionadas por el paso del tiempo. Seguro así se vería una nieta mía en el futuro.

—Soy yo, abuelo. Luana, tu nieta —dijo con voz suave—. Sé que a veces te cuesta reconocernos, pero estamos aquí contigo.

Asentí lentamente, tragando el nudo en mi garganta. «Luana». El nombre encendió una pequeña chispa de reconocimiento en mi mente, trayendo consigo retazos de recuerdos fragmentados. Una niña correteando por la casa con sus coletas oscuras mientras yo la perseguía haciéndole cosquillas. Pero no puede ser mi hija porque solo tengo a Julián. ¿Dónde está? ¿También será parte de esta simulación? ¿Podré verlo grande?

Es posible que con su tecnología estos aliens puedan replicar a mi hijo crecido. Ahora tiene dos años. En la vida real duerme en su cuna. Sí, la otra respuesta es que haya sido abducido por un ovni y esté viajando a Ganímedes, como ese tal Josip Ibrahim. Recuerdo que leí su libro. A mala hora. Ahora siento que estoy en un ambiente extraterrestre.

Sacudí mi cabeza. La respuesta puede ser más sencilla.

Miré el rostro maduro de esta niña que dice ser mi nieta. Si es así, disfrutaré, a pesar del miedo, de su compañía. Mi nieta, ahora una mujer hecha y derecha.

—Luana… yo… —balbuceé, tratando de explicarle sin asustarla que es un sueño, algo irreal, que ella no existe, que es la proyección de una mente cansada. ¡Tanto por hacer en un país que no ayuda! Hay hiperinflación, en la sierra ataques, Lima llena de baches.

Una mano se posó en mi hombro. En vez de asustarme, me calmó. Una voz masculina y grave, teñida de afecto, se unió a la conversación.

—Todo está bien, papá. Estamos aquí contigo.

Giré la cabeza para encontrarme con un hombre de mediana edad, de rasgos familiares que evocaban borrosos recuerdos de un niño inquieto y risueño. ¡Mi hijo, mi pequeño Julián! Ahora con los primeros hilos de plata salpicando su cabello castaño.

Pero espera. El niño de mis recuerdos más nítidos tiene dos años. Este hombre debería tener… ¿cuántos? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Si Julián nació en 1979, y estamos en 1981…

Un mareo extraño me invadió. Los números no encajaban. Nada encajaba.

Miré nuevamente a mi alrededor. El objeto rectangular en la mesa. El televisor imposible. Los edificios que no existían en Lima. Esta mujer que conocía mi nombre. Este hombre que tenía los ojos de Julián pero el rostro de un adulto que nunca había visto.

Las piezas fueron encajando una a una, como un viejo rompecabezas que alguien hubiera desarmado y vuelto a armar muy lentamente. Pedazo por pedazo. Imagen por imagen.

1981 no era el presente. Era el pasado. Mi pasado.

Esta no era la realidad en la que vivía la mayor parte del tiempo, sumergido, flotando permanentemente en el 21 de septiembre de 1981, donde mi mente se había quedado varada. Este lugar, adelantado en el tiempo de mi memoria, era mi hogar. Mi familia. El pasar de los años los había transformado sin que yo lo supiera. Había sido parte de su vida, olvidando, y me había quedado varado, incapaz de avanzar.

Salvo ahora, cuando por fin la luz se abría paso y comprendía mi verdad.

Los años habían pasado. Muchos años. Julián había crecido, se había casado, había tenido una hija. Luana. Mi nieta. Y yo… yo había envejecido sin darme cuenta, perdido en un laberinto de tiempo donde siempre era 1981, donde siempre era joven, donde los problemas de Belaúnde Terry eran lo más importante del mundo.

Las lágrimas brotaron sin que pudiera controlarlas. No eran de tristeza, sino de un alivio extraño y confuso.

—Bienvenido a casa, abuelito —murmuró Luana con una sonrisa triste.

Me ofreció una pastilla junto con un líquido que me recordó a naranjas recién exprimidas. La tomé sin preguntar. Sabía que era bueno para mí.

Y por primera vez desde que me desperté esta mañana, me sentí real.

Los androides eran reales. Mi nieta era real. Mi hijo era real.

El que había estado en una simulación era yo.