Por Romario Huamaní
Son las seis de la mañana de un domingo en el distrito de Yura. En el comité 14 del kilómetro 13, los vecinos aún bostezan y las casas bajas reposan en un silencio apenas interrumpido por el canto de los gallos y el frío que desciende de los cerros. Sin embargo, en la picantería La Chabelita, escondida en la manzana L, lote 7, el amanecer tiene otro sonido: el borboteo de las ollas que anuncian el inicio de la jornada del día.
Tras el portón de ingreso, el aroma de la cebolla cocida se escapa de la cocina y recorre las calles como un río invisible, anunciando que el adobo ya está en su punto. Frente al fogón, Doña Isabel —con el delantal blanco, el cabello recogido y los ojos aún húmedos del sueño— organiza los pedidos de la jornada con la fortaleza que solo otorgan los años de experiencia.
En el interior, sobre las paredes blancas, cuelgan viejas fotografías de Arequipa. Quien entra suele detenerse a mirarlas antes de sentarse en el comedor, como parte de un ritual de descanso en medio de una ciudad apresurada, donde los pocos placeres ya no se disfrutan con calma. Porque el adobo de Doña Isabel no es un plato más: es tradición, es familia, es un sabor que abraza y permanece, impregnado en la ropa, en la piel y en la memoria, como una bendición.

La vida antes del fuego
Doña Priscila Isabel Alejo Flores tiene sesenta años de edad y la serenidad de quien ha forjado su vida con el esfuerzo de sus manos. Nació en Cabanillas, provincia de San Román, en Puno, pero el destino la llevó lejos de su tierra desde muy joven. A los doce años llegó a Arequipa con la firme intención de alcanzar un futuro mejor.
“Me gusta cocinar —dice con una sonrisa tímida—. Y cuando no hago nada, me digo: yo sé trabajar de todo”. Sus palabras no suenan a lamento, sino a certeza. Hablan de una vida en la que el tiempo ha pasado sin pedir permiso, pero también de la terquedad de mantenerse de pie, de la convicción de que mientras haya fuego y sazón, habrá también un futuro.
El bautizo de la calle
Antes de tener un local propio, Doña Isabel fue ambulante. Con las ollas al hombro y una paciencia inquebrantable, por las noches ofrecía caldos y segundos en el segundo paradero de Yura. En cada plato entregaba su empeño, y en cada moneda recibida guardaba un mismo propósito: asegurar la educación de sus hijos.
Los vecinos, entre sorbo y sorbo de caldo, la bautizaron con cariño. Unos le decían “Chabelita”, otros la reconocían como “la señora lunareja”. Ella sonríe al recordarlo, porque en ese apodo sencillo está escrita la historia de su vida.
Entre noches frías, con el humo pegado en las pestañas y las manos impregnadas de hierbas, Doña Isabel levantó a su familia. En ese esfuerzo cotidiano, entre fogones callejeros y las risas de sus comensales, fue forjando el nombre que hoy la acompaña como emblema de orgullo: La Picantería Chabelita.

La pandemia que quiso apagar el fogón
En 2020, Doña Isabel se preparaba para dar un gran paso. Con un préstamo en mano y la ilusión de ver cumplido un sueño, había remodelado su casa para inaugurar el Restaurant–Picantería La Chabelita. Pero el destino le jugó una ironía cruel: el día señalado para la apertura coincidió con el inicio del confinamiento. Las puertas nunca llegaron a abrirse. Con deudas encima y la incertidumbre golpeando fuerte, muchos habrían bajado la cabeza. Ella no. Doña Isabel eligió resistir.
Hacia el final de la cuarentena, cuando las restricciones aún asfixiaban a los negocios, Doña Isabel encontró la manera de seguir adelante: comenzó a enviar platos de adobo a sus vecinos. Mientras la ciudad permanecía bajo candado, en Yura se escapaba un aroma prohibido: el adobo de Chabelita. “Había que ingeniársela —recuerda—. La gente seguía pidiendo adobo por delivery…”. Y en esas ollas secretas, entre la angustia y la esperanza, Doña Isabel demostró una vez más que su fogón no se apaga tan fácilmente.
El secreto está en el concho
Los domingos en Yura tienen un olor distinto. Desde las cinco de la mañana, el fogón de Doña Isabel ya arde en La Picantería Chabelita. Y hasta las diez de la mañana su adobo se convierte en refugio: para algunos es alivio de la resaca; para otros, un ritual que se repite domingo tras domingo. En cada mesa se escuchan las mismas súplicas: “un poquito más de cebolla, por favor”, “otro pan tres puntas”, “más anís Najar para el té”.
El secreto del adobo, confiesa Doña Isabel, está en el concho. “El ají debe dar color, la pimienta dar aroma, un chorrito de vinagre, hojas de laurel, canela… siempre calculando”, explica con la paciencia de quien enseña un arte, más que una receta.
La noche anterior lo deja fermentar, como quien se prepara para una ceremonia. Al amanecer, el adobo hierve sin apuro, sin la tiranía del reloj. “No sé cuántas horas lo hago hervir —dice—, pero de rato en rato pruebo hasta que esté en su punto”. Y entonces sonríe. Porque en esa risa está la medida exacta: un sazón que no figura en ninguna receta.
Un huerto y un sueño
En el patio de su casa, entre macetas y tierra húmeda, crece un pequeño huerto. Allí asoma el rocoto, aunque este año la cosecha fue escasa. “Quizás se cansó de darme”, dice Doña Isabel, y suelta una risa breve, como si compartiera un secreto con sus plantas. Pero entre esas ramas tímidas también germina un sueño mayor: ampliar su local, levantar un segundo piso y ofrecer no solo adobo, sino toda la mesa arequipeña: rocoto relleno, pastel de papa, sarza de patas, cuy chactao y tantos otros sabores que guarda en la memoria.
Lo imagina con la misma fe con la que riega su huerto, aunque sabe que la ilusión por sí sola no alcanza. Harán falta más manos, más fuerza, más juventud. Aun así, mientras el fuego siga encendido en su cocina y la voluntad palpite en su corazón, el sueño de Doña Isabel seguirá creciendo, como esas plantas que siempre encuentran la forma de brotar.

Los domingos que no mueren
Cada domingo, desde distintos rincones de Arequipa, los clientes llegan hasta Yura. Vienen de Characato, Cayma, Paucarpata… algunos movidos por la curiosidad, otros por la duda: ¿cómo podría haber una buena picantería en Yura? Pero basta el primer bocado para que la incredulidad se disuelva. Se marchan sorprendidos, con el sabor del chanchito aún en la boca y la certeza de que la buena cocina no necesita mapas, solo sazón. Y, por supuesto… vuelven.
Cada vez que alguien la felicita, Doña Isabel se endereza, aunque el cansancio le pese en la espalda. “Es chamba todo”, dice con un suspiro. Y enseguida sonríe, como si supiera que su verdadera recompensa no está en el dinero, sino en ese instante íntimo en que un cliente prueba su adobo y vuelve, domingo tras domingo, como quien regresa a misa.
Epílogo con olor a adobo
Antes de despedirme, le digo a Doña Isabel que el adobo de hoy estaba perfecto. Ella sonríe y responde que, esta vez, me sirvió una presa más grande. En ese gesto simple, casi imperceptible, se revela el verdadero secreto de su cocina: no está solo en el ají ni en la canela, sino en la generosidad con la que Chabelita entrega su vida entera en cada plato.
Al salir de su picantería, el aroma a cebolla me acompaña por las calles de Yura. Pero ya no es solo cebolla: es la memoria viva de una mujer que resistió la adversidad, que cocinó contra el tiempo y transformó cada domingo en una verdadera liturgia del sabor.
FICHA
Restaurante – Picantería Chabelita
Número de contacto directo: +51 940 032 974
Atención: Todos los domingos a partir de las 5 am hasta las 10 am
Ubicación del local: Yura, comité 14 del km 13 (altura del primer paradero), Manzana L – Referencia jardín Lucerito de los Ángeles.