Tras 22 meses de guerra, Israel se alista para una de las batallas más complejas del conflicto: la toma de la ciudad de Gaza. Con miles de combatientes de Hamas atrincherados y una población civil que en su mayoría no ha evacuado, la operación enfrenta riesgos militares, políticos y humanitarios que podrían redefinir el rumbo de la ofensiva.
El primer ministro Benjamín Netanyahu presentó el domingo su visión de “victoria” en Gaza. Y ordenó al ejército avanzar sobre los últimos enclaves de Hamas, desde el corazón de la ciudad hasta los campamentos del centro y sur. Antes de la guerra, la urbe albergaba a 760 mil habitantes; hoy, su población se ha incrementado con miles de desplazados que huyeron de otras zonas bajo ataque. Lo que ha transformando el paisaje en un mosaico de edificios dañados y campamentos improvisados.
Amir Avivi, exgeneral israelí, advierte que Gaza es “el corazón del gobierno de Hamas” y que la brigada más fuerte del grupo opera allí. El gran obstáculo para el plan es la evacuación de civiles: unas 300 mil personas no han abandonado sus hogares desde 2023. Los militares han intentado dirigirlos hacia zonas humanitarias en el sur, pero la ONU y organizaciones como Human Rights Watch denuncian que dichos puntos se han convertido en “trampas mortales” bajo fuego constante.
En paralelo, Michael Milshtein, exoficial de inteligencia y académico en Tel Aviv, estima que entre 10 mil y 15 mil combatientes de Hamas están listos para resistir, muchos reclutados en los últimos meses. Comparó el escenario con Stalingrado, anticipando combates prolongados en un entorno urbano saturado de túneles, artefactos explosivos improvisados y escudos humanos. Lo que dificultará el rescate de rehenes israelíes y multiplicará el costo humanitario.
Pese a las advertencias, el jefe del Estado Mayor, Eyal Zamir, se mostró confiado en que las tropas podrán conquistar Gaza como lo hicieron en Khan Yunis y Rafah. Sin embargo, voces críticas alertan que, más allá de la victoria militar, la destrucción de la ciudad podría dejar un vacío ingobernable. Lo que alimenta el ciclo de violencia que ha marcado la región por décadas.