Planeta Cadáver: Noventa y siete por ciento

Por Jorge Condorcallo Ccama

Cuento que obtuvo el segundo lugar en el Primer Concurso de Relato: Arequipa y la Inteligencia artificial que organizaron el Centro de Escritoras Arequipa y el Círculo de Narradores de Arequipa.

Melisa escudriñó al director con su mirada cerval, se sentía inquieta por lo que hizo, aunque también se sabía intocable como una virgen dentro de un monasterio porque ella representaba lo mejor del colegio, el primer puesto desde primero, la empoderada protagonista de los afiches, almanaques y de la portada de la agenda escolar. Se retrajo antes de que inicie la entrevista, para solazarse en sus triunfos, y acarició la cálida piel del maravilloso futuro que le prometía la Inteligencia Artificial. La IA revolvió su información personal en su caldero cósmico y profetizó que ni bien acabase la secundaria ingresaría, entre los primeros puestos, a la facultad de medicina; se graduaría con honores en la especialidad de cirugía con prompts; concursaría y obtendría la plaza principal de su rama en el Hospital I Asistido Pedro Paulet y en diez años sería convocada para formar parte del Comité de Salud Mundial en Atlanta. La Inteligencia calculó sus posibilidades de éxito: Noventa y siete por ciento.

“¡Qué me importa quién fue este hombrecito!”, objetó la actividad central del curso de Comunicación, miró por encima del hombro al poeta en bronce plantado en la entrada del colegio porque iba concentrada en cumplir su apretada agenda de campeona: la academia preuniversitaria en las tardes y sábados, el curso de inglés avanzado en las noches y domingos, las gestiones del municipio que lidera como alcaldesa y los insoportables mimos del enamorado que se consiguió para demostrar que es mejor que Silvana, la segundo puesto, quien, sin desvivirse, con novio desde hace dos años, le hace la dura competencia por los créditos, las becas y los aplausos. Melisa, desde su trono de favorita, hojeó el cuaderno con la tarea final y la consigna le sonó, otra vez, a tontería, a minucia, a mierda de pajarito: “Escribe un poema que valore al poeta arequipeño Mariano Lorenzo Melgar Valdivieso”. 

A un día de cumplirse el plazo para presentar el trabajo, Melisa no tenía el poema a medio hacer, no insuflaba creatividad porque no le importaba el tal Melgar, no tenía ganas de escribir ni una coma ni el deseo de inventar una excusa. Pero una tarea de fin de bimestre tiene un peso de importancia y debía cumplirla para no afectar su excelente promedio ganado a pulso. Recordó las indicaciones del maestro mequetrefe: “La oda debe estar compuesta de treinta versos, debe tener medida perfecta y rima consonante”.

—¡Cojudeces! —En su habitación de quinceañera se permitió la mala palabra que en clase solía reprochar a sus compañeros por ensuciar nuestro lindo idioma. 

Melisa tecleó sobre la mesa, el ordenador intuyó las primeras letras y funcionó ipso facto, parpadeó la pared y completó la orden, la colegiala especificó: “que parezca escrito por un estudiante regular de quinto de secundaria” y el sistema grabó diez litros de agua en su cuenta personal: redactó las cinco rimbombantes estrofas fieles a las instrucciones. Ella conocía bien a su profesor, sabía que revisaba los trabajos al milímetro y anunciaba que hasta el último pasaba por los programas de detección de inteligencias no humanas y plagios. La verdad, seleccionaba y elegía a los que tenía tachados en su registro por flojos, truhanes y algunos sí por mera sospecha. Ella no estaba en la mira del maestro, por el contrario, le ayudaba como delegada de la clase y era digna de su confianza. Melisa, para respirar con alivio por la argucia puesta en marcha, preguntó al algoritmo como quien confiesa un delito a un sabio y busca su mejor consejo: “¿Es posible que mi maestro elija y escanee el poema que tu escribiste en un detector de IA?” y completó la instrucción con las costumbres del profe de Comunicación. 

“Noventa y siete por ciento de probabilidades de que no lo haga. ¿Deseas que realice un nuevo análisis y así puedas estar más tranquila?”, propuso la máquina cómplice y Melisa negó la repetición porque se sentía feliz con la cifra a su favor; mandó a imprimir el elogio en verso al que anotó sus nombres y apellidos para consignar la autoría, también cambió algunos sustantivos por sus sinónimos por si las moscas.

Todas las fechas del mes de diciembre estaban marcadas en su calendario. Tenía que elegir el vestido del baile, redactar su inolvidable discurso de alumna excelencia y terminar sin piedad con Vicente porque Leonel, el más guapo de la escolta, la invitó al baile y ella concluyó que la fotografía del anuario sería un ¡boom! en su currículo porque se vería más sobresaliente con el espigado galán de los desfiles que con el fantoche líder del club de ajedrez.

El penúltimo día de clases el profesor devolvió los poemas revisados. Melisa recogió el suyo con la mala seña de la mirada fría del maestro, la primera que recibía en su vida de abnegada dedicación a ser la mejor. La anotación que encontró sobre sus estrofas la desarmó, sus compañeros no podían creer que hiciera trampa y murmuraron, con empatía, que había error y mala leche en la revisión, que se queje, que vaya con el coordinador porque estaban haciendo una injusticia con la mejor de todos. Solo Melisa sabía que era cierto que quiso burlar al profesor, pero no se atrevió a contarlo, se quedó perpleja contemplando la hoja garabateada con lapicero rojo: “CERO. Noventa y siete por ciento de creación no humana” y debajo de la nota, el comentario a manera de lápida para Melisa: “¿Usted?, ¡qué decepción!”.

—¿Sabes por qué te mandé a llamar? — cuestionó el director de pronto.

—No lo sé.

—Tu profesor, aquí presente, está por desaprobarte porque cree que una falta ética corrompe y necesitas aprender la lección así se arruine tu expediente perfecto.

—¡Jalarme en todo el curso por un trabajo!, ¡gané el concurso de debate! — reclamó como no esperaban que lo hiciera.

—Dime que no lo hiciste y hablaré con el maestro que es también comprensivo y sabe escuchar y entiende que tú eres una buena alumna y una persona ejemplar.

—¡No lo hice! —reclamó airada, sin vacilar.

—¿Por qué escribiste: “Tu suerte tuvo por nombre Melisa”, ¿quién fue Melisa en la vida de Melgar? —preguntó y citó el profesor con la evidencia en las manos.

Nuestra Melisa inventó al plumazo a una musa compasiva que cobijó en su seno palpitante al mártir de la Guerra del Pacífico, una pregunta más del poeta-soldado y nos enteramos que murió ahorcado en Arica y fue enterrado en el Presbítero Maestro de Lima a donde van nuestros bardos locales a prosternarse. El director cayó en cuenta que la cruel Melisa desdeñó a Melgar y la Melisa del mustio sillón de su oficina les mentía con descaro.

—Me quiere tomar el pelo, usted no lo escribió, la IA lo hizo —concluyó el profesor.

Melisa atrapada en su embuste enmascaró su tristeza y tiró la única palabra que mordió en toda la entrevista que los observó y midió dentro de sus trajes de segunda y sus mediocridades sin salvación, jamás podrían compararse con una doctora en medicina y su pulcro uniforme blanco: “¡Ridículos!”.

El ofendido docente no cambió la calificación, la jaló en su materia; sus colegas titubearon ante la maña y la personalidad puesta en evidencia, se escandalizaron al saber el desenlace porque no podían creer que ella los hubiera menospreciado con semejante majadería. Declinó su nota en comportamiento que la pondera con justicia el director con los auxiliares. Contra los pronósticos generales y particulares, Silvana, por medio punto, subió al primer puesto en el ranquin, ocupó el podio en la ceremonia, dio un discurso ensopado en lágrimas y bailó hasta romperse el zapato como la flamante reina de la Promo 2032 que fue. ¡Qué giro imprevisto!, Leonel se rompió la pierna en la pichanga y no pudo ir al baile, por tanto, Melisa se quedó vestida de gala y sin pareja. Derrotada, pero orgullosa, buscó al bancado de Vicente porque no quería ir sola; él la quería, sin embargo, cuando entendió lo que hacía su calculadora exenamorada, cortó la video llamada: “¡Vete al carajo, Melisa!”.

No fue a la fiesta, no quería el consuelo de los perdedores, se sentiría aún más humillada. En las horas en las que sus amigos y compañeros disfrutaban de su último día en la secundaria, Melisa puso las nuevas coordenadas de su vida en la potente inteligencia a su servicio para conocer si su destino sería el mismo de hace una semana. Los porcentajes de alcanzar su meta decayeron como temía: cincuenta por ciento, sesenta por ciento, sesenta y cinco por ciento fue el mejor resultado de la tanda.

“¡¿Qué tengo que hacer?!”, suplicó Melisa a la entidad omnipresente, y aunque conocía la respuesta por sentido común pensaba que tenía más valor si provenía de las ciudadelas de servidores instalados en Iowa y Oregon.

El lunes presentó un magnífico poema a Melgar que se desvivió en redactar, explicó al profesor que no lo hacía por la nota, suplicó perdón por su conducta y él le auspició una gran carrera profesional. El director escuchó conmovido su arrepentimiento y reajustó la descripción que hizo en la casilla del sistema del Ministerio de Educación. Se disculpó con Leonel por utilizarlo a su capricho y encontró a Silvana a quien felicitó por vencerla con determinación y juego limpio,Silvana la abrazó para desearle el porvenir de sus sueños.

Cada acontecimiento, respuesta, gesto, disculpa y nombre lo vertió en el estómago de la Inteligencia Artificial, mejor dicho, confió cada una de sus decisiones en el corazón de la máquina y preguntó, una vez más, para saber si con ello lograba salvar su magnífico destino. El oráculo de código binario procesó la información junto a las actualizaciones que rastreó de Melisa en la red y digitó la nueva probabilidad de éxito en la pantalla y en los relampagueantes ojos de Silvana que miraban el futuro con terror y codicia: 96.9999999999999999999999999999999 %.

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