Por Sarko Medina Hinojosa
Hace dos días dejé la medicación.
Lo decidí mientras observaba el frasco de pastillas verdes en mi mesa de noche, esas pequeñas cápsulas que el Dr. Valenzuela me había recetado hace tres años. «Extracto concentrado de Echinopsis pachanoi», decía la etiqueta, «Protocolo Experimental H-47. Tomar una cada 12 horas con las comidas.»
San Pedro, me había explicado entonces, el cactus sagrado de los chamanes precolombinos, procesado en laboratorio, purificado, despojado de sus efectos psicoactivos y potenciado con neurotransmisores sintéticos. «Para la regulación de recuerdos traumáticos», había dicho. «Bloquea selectivamente las conexiones sinápticas en el hipocampo relacionadas con experiencias dolorosas.»
Durante tres años, esas pastillas me dieron paz.
Hasta ayer.
El sueño llegó como siempre llegaban antes del tratamiento: fragmentado, lleno de voces que gritaban mi nombre. Pero esta vez era diferente. Esta vez las voces tenían rostros. Caras que mi mente había borrado con la eficiencia quirúrgica de los alcaloides modificados.
—¡Elena, no nos dejes aquí! —gritaba una niña de ojos pardos que se parecía demasiado a mí.
Me desperté sudando, con las manos temblorosas. Era la primera vez en años que recordaba un sueño completo. La doctora Herrera me había advertido sobre esto cuando inicié el protocolo: «Los efectos de retroamnesia selectiva pueden revertirse si se interrumpe el tratamiento. Los recuerdos suprimidos tienden a regresar con mayor intensidad.»
Pero no le hice caso. Tenía que saber.
La casa estaba silenciosa, como siempre. Vivía sola desde que murió mamá, o eso creía recordar. Las fotografías en la sala mostraban solo a dos personas: ella y yo. Siempre habíamos sido solo nosotras dos, me repetía cada mañana mientras tomaba las pastillas.
Ahora, con la química del San Pedro desvaneciendo en mi sistema nervioso, empezaba a ver sombras donde antes no las había. En la foto del cumpleaños número quince, había un espacio vacío al lado mío, como si alguien hubiera sido cuidadosamente borrado. En la imagen de Navidad del 2019, mi brazo izquierdo rodeaba el aire.
El tercer día sin medicación, las voces se hicieron más claras.
Era mi hermana pequeña, Sofía. Cabello rizado, seis años menor que yo, estudiante de veterinaria en la Universidad Nacional. Tenía una risa contagiosa y coleccionaba suculentas. Me enseñó a cuidar el jardín que ahora, inexplicablemente, mantengo sin recordar por qué.
Y estaba papá. No había muerto en un accidente cuando yo tenía ocho años, como me había hecho creer. Vivió hasta hace cuatro años, con nosotras, en esta misma casa. Era ingeniero químico, especialista en alcaloides naturales. Trabajaba para una empresa farmacéutica desarrollando medicamentos a partir de plantas medicinales andinas.
Los recuerdos llegaban como una hemorragia cerebral en reversa, llenando espacios vacíos con una precisión dolorosa. Recordé sus discusiones con mamá sobre los experimentos, su preocupación por los efectos secundarios de los compuestos que estaba desarrollando. «La mescalina modificada puede causar pérdida permanente de memoria», le gritaba una noche. «¡No puedes probarlo en humanos!, ¡Es por ellas, para que olviden!, respondía»
Papá había encontrado voluntarios. Pacientes con trastorno de estrés postraumático, veteranos de guerra, víctimas de violencia. El protocolo funcionaba demasiado bien. No solo borraba los traumas, sino que podía eliminar personas completas de los recuerdos.
Hay un hueco, que inmediatamente llena AYARA, la inteligencia artificial desarrollada por la misma empresa farmacéutica de papá, complementaba los efectos neuroquímicos del San Pedro sintetizado. A través de los lentes de inmersión que todos llevamos desde la implementación del Protocolo Nacional de Salud Mental, AYARA monitoreaba constantemente mis patrones de reconocimiento visual y auditivo. Cuando los alcaloides comenzaban a suprimir los recuerdos traumáticos, ella se encargaba de editar mi realidad en tiempo real: borraba selectivamente las fotografías de Sofía que aparecían en mis búsquedas web, eliminaba menciones de ella en mis redes sociales, incluso alteraba las conversaciones que escuchaba en la calle si alguien mencionaba accidentalmente algo relacionado con hermanas menores. La IA trabaja como un editor invisible de mi existencia, asegurándose de que el entorno exterior coincidiera perfectamente con la realidad química que las pastillas creaban en mi cerebro. «Sincronización neurocognitiva», lo llamaban en los informes técnicos los cuales ahora lee sin las lentillas.
Pero, la memoria, es un artefacto milagroso, terrorífico si dse le deja libre.
El quinto día recordé la noche del incendio.
No había sido un accidente eléctrico, como decía el informe oficial. Yo había despertado sintiendo olor a gas. Papá estaba en su laboratorio, inconsciente al lado de un frasco roto de sus experimentos. Sofía gritaba desde su cuarto, pero las llamas ya habían alcanzado las escaleras.
Tuve que elegir.
Podía salvar a uno de los dos.
Elegí a papá.
Sofía murió esa noche, intoxicada por el humo mientras yo arrastraba el cuerpo inconsciente de mi padre hacia la salida. Él sobrevivió dos días en el hospital antes de que la culpa lo consumiera. Se quitó la vida dejándome una nota: «El protocolo puede ayudarte a olvidar. Úsalo y olvidame, olvidanos, olvida lo que les hizo ese desgraciado.»
Los médicos dijeron que había sufrido un shock traumático severo. Que había desarrollado alucinaciones donde creía tener una hermana muerta. Mamá, de viuaje por esos días visitando unos campos heredados en la sierra, vivió destrozada por la pérdida real de su esposo e hija menor, y aceptó que me medicaran con los compuestos experimentales de papá.
Durante tres años, el Protocolo Huachuma me mantuvo en una realidad alterna donde Sofía nunca había existido. Donde papá había muerto en mi infancia por causas naturales. Donde la culpa no me desgarraba las entrañas cada amanecer y donde esa noche nunca existió.
Pero ahora lo recordaba todo.
El octavo día sin medicación, encontré las cartas.
Estaban escondidas en el ático, en una caja que decía «Recuerdos de Sofía». Cartas que ella me había escrito pero nunca envió. Dibujos que había hecho de nosotras dos como adultas, viviendo juntas, cuidando plantas, siendo felices.
En la última carta, fechada el día antes del incendio, escribía: «Elena, a veces siento que papá nos está experimentando a nosotras también. Ayer me dio unas pastillas ‘para los nervios’, pero me marearon mucho. Creo que deberíamos irnos de la casa. Tú y yo podríamos alquilar un departamento cerca de la universidad. ¿Qué te parece? Sé que no podemos olvidar esa noche, pero juntas, lejos de esta casa, podremos rellenar los recuerdos con otros, más alegres, hermanita.»
Nunca recibí esa carta.
El noveno día, llamé al Dr. Valenzuela.
—Elena, te estaba esperando —me dijo, como si supiera que llamaría—. Los efectos de abstinencia del protocolo pueden ser muy intensos. Es normal que generes recuerdos falsos, alucinaciones retrospectivas. Tu mente está tratando de llenar los vacíos que la medicación había controlado, AYARANA, lamentablemente, trata de contentarte siguiendo la linea de tus órdenes, incrementando esa sensación de que tuviste un pasado horroroso.
—No son recuerdos falsos —le grité al teléfono—. ¡Tenía una hermana! ¡Mi padre desarrolló esa droga maldita y yo la dejé morir!
Su voz se volvió más suave, más clínica: «Elena, revisé tu historial médico completo. Nunca has tenido hermanos. Tu padre murió cuando eras pequeña. La medicación no borra recuerdos reales, solo suprime las conexiones neuronales que generan traumas imaginarios. Has desarrollado síndrome de Korsakoff inducido por abstinencia.»
Yo sabía la verdad. Podía oler el perfume de rosas que usaba Sofía. Podía escuchar su risa en el jardín.
Esa noche, busqué en el internet los registros de nacimiento. Sofía Elena Castillo Mendoza, nacida el 15 de abril de 1998. Fallecida el 23 de marzo de 2021, intoxicación por humo en incendio domiciliario.
Existía. Había existido. AYARANA no tenía control sobre mí.
El décimo día tomé la decisión.
No podía vivir con el peso de haberla matado. Cada respiración era una traición a su memoria. Cada latido de mi corazón era un recordatorio de que yo había elegido salvar al hombre que nos estaba envenenando a ambas, en lugar de salvar a la única persona que realmente me amaba.
Saqué una pastilla verde del frasco. La observé durante horas, sabiendo que tragarla significaría regresar al limbo químico donde Sofía no existía. Donde la culpa era solo un mal sueño. Donde yo podía vivir en paz con mi cobardía.
El protocolo Huachuma me esperaba, paciente como el cactus sagrado del cual nacía. Me ofrecía el olvido, la locura benévola de creer que siempre había estado sola.
Me tragué la pastilla con un vaso de agua, me puse las lentillas, llamé con una oración a AYARANA.
A los treinta minutos, los alcaloides comenzaron a inhibir las conexiones en mi corteza prefrontal. Los recuerdos de Sofía se desvanecieron como niebla matinal. La imagen de papá en el laboratorio se difuminó hasta convertirse en un recuerdo de infancia distorsionado.
Para cuando llegó la noche, había regresado a mi realidad paralela.
Vivo sola desde que murió mamá. Papá murió en un accidente cuando yo era niña. Nunca he tenido hermanos. Las plantas del jardín las cuido porque me relajan, no porque alguien me enseñó a hacerlo.
Es una vida tranquila.
Mañana tomaré mi medicación.
Como todos los días.
Como todos los días hasta que muera.
Y Sofía seguirá siendo solo una sombra que a veces creo ver por el rabillo del ojo, un fantasma que mi mente enferma inventa para llenar el vacío de una vida demasiado silenciosa.
Pero a veces, en la madrugada, cuando los efectos de las pastillas son más débiles, puedo jurar que escucho una voz que susurra: «Elena, no dejes que me haga daño, no me dejes aquí.»
Y entonces tomo una pastilla extra, para asegurarme de que el silencio regrese.
Para asegurarme de que sigo siendo solo yo.
Sola.
Como siempre he estado.
Como siempre estaré.