Historias al atardecer: El peso del costal

Historias al atardecer Por Sarko Medina Hinojosa

La madrugada llegó con ese frío que corta la cara en Arequipa, y Marcelo ya llevaba seis horas al volante de su Chevrolet del 2005. El celular sonó a las cinco y cuarto. Pedido por app desde Paucarpata hasta Chiguata. Buen viaje para cerrar la jornada, pensó mientras encendía el motor que tosía como un viejo enfermo.

Cuando llegó a la dirección, un muchacho flaco, de no más de veintidós años, lo esperaba con un costal negro y grande. 

—Buenos días, maestro —le dijo el muchacho con una sonrisa que no llegaba a los ojos—. ¿Me ayuda con este costal? Es carne de alpaca, mi viejo me mandó a venderla temprano al mercado de Chiguata.

Marcelo bajó y entre los dos cargaron el costal al maletero. Pesaba nomás. El olor dulzón se mezclaba con el frío de la madrugada.

Durante el viaje, el muchacho no paró de hablar. Que si estudiaba enfermería, que si su padre tenía una carnicería, que si necesitaba la plata para ayudar en la casa. Marcelo lo escuchaba a medias, concentrado en la carretera que serpenteaba hacia Chiguata. Lo dejó hablar. 

—Aquí nomás, jefe, en el paradero —le dijo el muchacho cuando llegaron al paradero—. Me vendrán a recoger.

Ayudó a bajar el costal y lo dejó a un costado del paradero, entre unos arbustos. El chico le pagó los veinte soles del viaje.

Marcelo regresó a la ciudad.

En la tarde, mientras tomaba sopita en el Inter del mercado San Camilo, escuchó la noticia en la radio del puesto de comida: «Hallan cadáver de joven gestante dentro de un costal en Chiguata…»

Se le heló la sangre. El costal. La «carne de alpaca». Los ojos nerviosos del muchacho.

Esa noche no taxeó. No podía dormir. Daba vueltas en la cama pensando en la muchacha muerta, en el bebé que nunca nacería, en cómo él había sido parte de esa pesadilla sin saberlo. Su conviviente Rosa le preguntó qué le pasaba, pero él no podía contarle. ¿Cómo explicar que había transportado un cadáver creyendo que era carne?

Al día siguiente, cuando estaba lavando el taxi, vio a su hija Milagros salir para el colegio con su uniforme, la mochila al hombro y esa sonrisa que todavía conservaba algo de niña. Dieciséis años elevándola como un ángel lleno de sonrisas y las trenzas aún casi infantiles.

—Papito, ¿estás bien? —le preguntó Milagros acercándose.

—Sí, mimamor, solo cansado.

Pero no estaba bien. Cada vez que cerraba los ojos veía el costal, sentía su peso, recordaba el olor dulzón que ahora sabía que era el de la muerte.

Marcelo no podía simplemente ir a denunciar. En Piura había una orden de captura con su nombre por un asunto de hacía veinte años, cuando pertenecía a Los Escorpiones y en un enfrentamiento con una banda rival había matado a un tal «Chato» Mendoza. Tuvo que escapar, cambiar de identidad a medias, empezar de cero en Arequipa con Rosa y la niña.

Había logrado construir una vida tranquila. Era taxista honrado, padre de familia, había hasta empezado a ir a misa los domingos. Pero ahora este muchacho maldito lo había metido en su infierno.

Pasaron las horas. Marcelo veía las noticias obsesivamente, esperando que agarraran al asesino. Pero nada. La investigación parecía estancada.

En la noche, mientras Milagros hacía tareas en la mesa del comedor, Marcelo la observó concentrada en sus libros. Tendría que empezar a salir con muchachos pronto, a enamorarse, a confiar en alguien. 

—Rosa —le dijo a su esposa—, tengo que salir un rato.

—¿A dónde vas tan tarde?

—A arreglar un asunto pendiente. No le digas a Milita se va a preocupar, luego de eso haré unas carreras más para parchar que no trabajé ayer. 

La comisaría de Paucarpata olía a desinfectante y desesperanza. Marcelo se sentó en una banca de madera a esperar su turno, las manos sudándole a pesar del frío. Cada vez que veía entrar un policía se preguntaba si lo reconocerían, si saltaría el sistema, si terminaría preso antes de poder declarar. Años pasando debajo del radar, siendo un ciudadano anónimo.

—Señor Marcelo Ramos —lo llamó finalmente un sargento mayor—. Dice que tiene información sobre el caso de la gestante asesinada.

En la oficina, bajo un tubo fluorescente que parpadeaba, Marcelo contó todo. El pedido por app, el costal, el muchacho nervioso, el viaje a Chiguata. Describió al chico con detalle: flaco, ojos pardos, no más de dieciocho años, estudiaba enfermería.

—Su información coincide con nuestro principal sospechoso —dijo el sargento mientras tomaba notas—. ¿Estaría dispuesto a identificarlo?

Marcelo asintió.

Le mostraron una foto. Era él. El mismo muchacho que había subido el costal con la sonrisa falsa y los ojos inquietos.

El sargento cerró la carpeta y se quedó mirando a Marcelo con intensidad. Los segundos pasaron lentos, densos, cargados de algo que ninguno de los dos decía.

—¿Hay algún problema, jefe? —preguntó Marcelo, sintiendo que el aire se hacía más espeso.

El policía lo siguió mirando, estudiándolo como si tratara de resolver un cubo de Rubik.

—¿Por qué viniste a declarar? —le preguntó finalmente.

Marcelo tragó saliva. Pensó en mentir, en inventar algo sobre responsabilidad ciudadana o remordimiento.

—Tengo una hija de dieciséis.

El sargento asintió lentamente, como si esa respuesta explicara todo lo que necesitaba saber. Se quedó un momento más mirándolo, luego garabateó algo en un papel.

—Muy bien —dijo poniéndose de pie—. Tu declaración la pondré como anónima. Vete nomás, si necesitamos algo, te llamaré, pero no habrá roche.

Marcelo salió de la comisaría sintiendo que respiraba por primera vez en su vida. Afuera, Arequipa seguía siendo la misma ciudad de siempre, con sus calles angostas y su cielo demasiado azul. Sin embargo, el peso del costal ya no estaba.

Cuando llegó a casa, ya de madrugada, luego de entretener las manos en carreras y en conversaciones de trasnochadores pasajeros. Milagros estaba prendiendo la cocina para hervir el agua del desayuno, como era su tarea. 

—Papito, ¿dónde andabas?

—Tenía que compensar la noche que no trabajé. 

—Cuando sea enfermera ya no trabajarás ni tú ni mi mamá. Ya mucho se matan por mí.

—No hables de la muerte hijita, tu tendrás mucha vida para gastar, te lo juro, ya se pagó por eso.

—¿Qué?

—Nada, yo me entiendo.  

Se sentaron para el desayuno. Las noticias daban cuenta de que atraparon al presunto asesino de la gestante, pero a Marcelo solo le importaba sonreír.