Por Víctor Miranda Ormachea

La era de lo efímero y lo digital ha preparado un banquete perpetuo. La música, antes un bien escaso, hoy se desborda en un caudal incontenible. Para el crítico, y para el melómano que aún lucha por la lucidez, la paradoja es cruel: ¿sumergirse en esta vorágine global, tratando de descifrar el rumbo incierto del arte sonoro, o  atrincherarse en la calidez predecible de lo ya asimilado? El dilema no es menor; es la encrucijada entre la vigencia y la clausura, la comprensión o el desdén. ¿Existe, acaso, una salida a esta fatal dicotomía?

La pulsión por acaparar a la música como una mercancía infinita, por ser custodio de cada novedad, se torna para algunos en un imperativo. La ventaja es obvia, mantenerse en el lugar propicio para la contemplación valedera. Comprender las simbologías contemporáneas y las metodologías de expresión más recientes resulta esencial para quienes, desde la creación, aspiran a la relevancia. Pensemos en David Bowie, el camaleón estético que no solo absorbía lo nuevo, sino que lo metabolizaba con una honestidad brutal, transmutándolo en su propia voz. Su trascendencia no radicó en la mera novedad, sino en una asimilación genuina que, sin duda, implicaba una admirable flexibilidad cognitiva para abrazar patrones emergentes.

Sin embargo, esta voracidad tiene su envés sombrío. El volumen ingente de lanzamientos puede conducir a una superficialidad insidiosa, el oyente sobrevuela el material, picotea sin arraigar. La fatiga estética es una consecuencia lógica: el oído, bombardeado sin tregua, pierde la capacidad de discernir, de saborear la sutileza. El crítico, en este escenario, se convierte en un curador abrumado, condenado a la digestión rápida, a la elaboración de sentencias urgentes sobre mareas de sonido que apenas ha tenido tiempo de decantar. La pretensión de acapararlo todo deriva muchas veces en la incapacidad de aprehender realmente algo en su plenitud, es la tiranía de la abundancia.

En la otra esquina de este cuadrilátero sonoro, mora el melómano que ha elegido la reclusión. La calidez de lo reconfortante, la compañía de la música conocida de toda la vida, se presenta como un refugio infranqueable. Por supuesto es una posición muy confortable y fácil, la profunda resonancia emocional que solo el recuerdo puede ofrecer, la comodidad de lo previsible, la sensación de identidad anclada en bandas sonoras personales. La nostalgia, esa droga neuroquímica que activa los circuitos de recompensa, es un bálsamo potente, capaz de anestesiar cualquier atisbo de curiosidad por lo nuevo.

Pero este idilio tiene un costo sideral. Para el músico creador, el abandono de la escucha contemporánea es, en la mayoría de los casos, un suicidio creativo. Abundan las figuras consagradas que confiesan, con una franqueza casi patética, haber dejado de oír música nueva, aferrados a las pasiones sonoras de su adolescencia. El resultado, con lamentable frecuencia, es una producción reciente que no es sino un refrito, una pálida imitación de sus épocas doradas. Se vuelven ecos de sí mismos, caricaturas de su genio pretérito. El oyente, por su parte, se condena a un círculo vicioso, a una prisión de redundancias que lo convierte en un anacronismo viviente, añorando un pasado inerte. La música se atrofia, dejando de ser un arte vivo para convertirse en un mero fetiche de la memoria.

Existe, sin embargo, una tercera vía, curiosamente la más concurrida, la de la indiferencia. Para esta vasta facción de gente, la música es un mero ruido de fondo, una textura ambiental sin exigencias, poco importa si emerge de una inteligencia artificial imitando con descarado cliché a una banda de rock melódico setentero, o si es la orfebrería sonora de un artista que matiza su obra con excepcional belleza. Para esta multitud, el criterio artístico es irrelevante; solo buscan una frecuencia que llene el vacío.

Uno podría esgrimir que esta indiferencia es, paradójicamente, la posición más llevadera, al no sobrepensar la música, al no investirla de significado trascendente, evitan las angustias del purista, las batallas del crítico, la fatiga del obsesivo, se sumergen en una suerte de paz algorítmica. Sin embargo, esta aparente fortuna encubre una tragedia: la renuncia a la música como experiencia profunda, como motor de introspección, como espejo de la condición humana, es una capitulación ante la banalidad, una abdicación del juicio estético que, en última instancia, empobrece no solo al arte, sino al propio espíritu.

¿Existe, entonces, una escapatoria a estos destinos preestablecidos? Para el músico creador, la clave no reside en la mera acumulación de novedades ni en la ceguera nostálgica, sino en la honestidad de la asimilación. Bowie, a diferencia de una Madonna que parecía subirse al tren de la moda en un intento desesperado por no perder vigencia, metabolizaba lo nuevo desde su propia experiencia vital, lo devolvía transformado en algo singular. La trascendencia se mide en esa alquimia, no en la velocidad de la adaptación.El cerebro humano, si bien valora la familiaridad, busca también la novedad y la complejidad moderada; el máximo placer estético y la activación neuronal más rica residen precisamente en ese equilibrio.

Para el oyente, la escapatoria es la curaduría consciente, la escucha crítica, no se trata de acaparar por acaparar, ni de rechazar sin motivo, es un acto de navegación discernida, un puente entre la calidez de lo conocido y la estimulante incertidumbre de lo emergente. El placer, y el conocimiento, residen en el acto de elegir, de dotar de significado al flujo sonoro, la música sigue siendo un campo de batalla para la conciencia, donde la verdadera trascendencia se halla en el compromiso activo, no en la pasividad del consumo ni en la rigidez de la memoria.

Deja una respuesta