Por Sarko Medina Hinojosa

Se escaparon. Ella estaba destinada a estudiar enfermería en la Católica Santa María, él a ser microbusero, como su padre. El barrio vio su amor, pero no le echaban más allá de un verano. Los estudios en el Sagrados impedían que a la salida siquiera pudiera darle una mirada, pasaba de largo, altiva, pero, al llegar a la esquina el papel caía de sus dedos. Esperaba lo suficiente y lo recogía él. Allí estaba las palabras que lo mantenían quieto.

«Te espero después de misa», decía el primero. «No puedo dejar de pensar en ti», el segundo. «Sueño con irme lejos contigo», el tercero. Cada papel era una promesa, cada palabra un mundo que se abría ante él como un territorio inexplorado.

Los padres de ella ya habían empezado a hablar de pretendientes. Un muchacho de buena familia, hijo del dueño de la ferretería más grande de la ciudad. Alguien con futuro, decían. Alguien que podría darle una vida decente, una casa con jardín, estabilidad. Pero cuando lo veía en los domingos de misa, ella solo sentía un vacío en el pecho, como si le hubieran arrancado algo fundamental.

Él, por su parte, había empezado a trabajar con su padre en el microbus. Madrugadas recorriendo las calles de Arequipa, llevando trabajadores a las fábricas, estudiantes a sus colegios, gente que tenía lugares adonde ir, propósitos claros. Él solo tenía las cartas que guardaba debajo del colchón y la imagen de ella caminando por la calle, con su uniforme azul marino y su pelo recogido en una cola que se movía al ritmo de sus pasos.

Al terminar quinto a ella la sentenciaron a la academia donde estudiaba su hermano mayor. Entonces, a fuerza de amenazas de amor y súplicas, ella se reunió con él una tarde. Se encontraron en el parque cerca de la iglesia, cuando las sombras ya eran largas y la gente empezaba a irse a sus casas.

—No puedo más —le dijo él, tomándole las manos—. No puedo fingir que esto no está pasando.

—Mi familia ya tiene todo decidido —respondió ella, con los ojos brillosos—. Después de la academia, el matrimonio. Dicen que ya es hora.

—¿Y tú qué quieres?

Ella lo miró largo rato, como si fuera la primera vez que alguien le hacía esa pregunta. Entre susurros prometió lo que no tenía, hasta que ella cedió: huirían. Se irían a Lima, o a Cusco, o a cualquier lugar donde pudieran empezar de nuevo, donde nadie conociera sus apellidos ni sus historias familiares.

Planearon todo en secretos robados. Él ahorraría trabajando doble turno con su padre. Ella vendería las joyas que le había regalado su madrina de confirmación. Se encontrarían en la madrugada, cuando la ciudad durmiera, y tomarían el primer tren que los llevara lejos.

La noche entre las chacras de Alto de Amados es tenebrosa. Tierra de brujas y encantadores, la parte que la separa de Huaranguillo en esos años estaba repleta de árboles que tenían mala fama. Dicen que ahí se aparecía el brujo, que los árboles de molle guardaban espíritus de antiguos amores malditos. Pero a ellos nada de eso les importaba. Caminaron tomados de la mano, con sus pocas pertenencias en mochilas, sintiendo que el mundo les pertenecía.

Atrás empezaron los ruidos de persecución. La hermana menor había dado la alarma. Había visto a su hermana salir por la ventana, había escuchado sus pasos en el patio. Los gritos se acercaban, las linternas cortaban la oscuridad como cuchillos.

—¡Ahí están! —gritó una voz que él reconoció como la del hermano mayor.

Corrieron entre los surcos, tropezando con las piedras, los arbustos que se les enredaban en las piernas. Pero eran muchos los que los perseguían, conocían mejor el terreno. Los alcanzaron en la Cruz cerca de la tienda del Silverio.

Lo que pasó después nunca lo hablaron. Las palabras duras, las amenazas, los golpes que él recibió, las lágrimas de ella. La separación que fue como una herida que nunca sanó del todo.

Ella está casada y él también. Aún se miran en las fiestas.

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