Por Augusto Santillana. Abogado y analista político

El 11 de septiembre de 1973 advino en Chile un régimen militar que derrocó al gobierno del presidente Salvador Allende. La nueva Presidencia de la República-Comandancia en Jefe estuvo dotada “de una suma de poderes” jamás vista en Chile. La represión generalizada, dirigida a las personas que el régimen consideraba como opositoras, como política de Estado, operó desde ese mismo día hasta el fin del gobierno militar, el 10 de marzo de 1990. Esta represión estuvo caracterizada por una práctica masiva y sistemática de fusilamientos y ejecuciones sumarias, torturas (incluida la violación sexual, principalmente de mujeres), desapariciones forzadas y demás violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado.

El 18 de abril de 1978, el gobierno de facto que regía en el país dictó el Decreto Ley N.º 2.191, mediante el cual concedió una amnistía a todas las personas que, en calidad de autores, cómplices o encubridores, hayan incurrido en hechos delictuosos durante la vigencia de la situación de Estado de Sitio, comprendida entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. Ello derivó en la denegación de justicia por el sistema judicial interno a los familiares de las víctimas, por la aplicación del Decreto Ley de autoamnistía, expedido por la dictadura militar como autoperdón en beneficio de sus miembros. El Estado había mantenido en vigor esa ley tras la ratificación de la Convención Americana.

Hasta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a través de varios pronunciamientos con calidad de sentencia —uno de ellos, el caso Almonacid Arellano contra el Estado de Chile—, aplicando el Control de Convencionalidad, declaró inaplicable dicho Decreto Ley N.º 2.191. Al pretender amnistiar a los responsables de delitos de lesa humanidad, el Decreto Ley N.º 2.191 era incompatible con la Convención Americana y, por tanto, carecía de efectos jurídicos a la luz de dicho tratado.

Igual curso legal sucedió con la sentencia de la CIDH en el caso Barrios Altos, donde la Corte Interamericana dispuso declarar que las leyes de amnistía N.º 26479 y N.º 26492 son incompatibles con la Convención Americana sobre Derechos Humanos y, en consecuencia, carecen de efectos jurídicos. Por lo que el Estado del Perú debía seguir investigando hechos para determinar a los responsables de violaciones de los derechos humanos y sancionarlos.

Por lo tanto, es un diálogo de sordos y ciegos que el Congreso haya aprobado, en primera votación, un proyecto de ley de amnistía para miembros de las Fuerzas Armadas y Policiales —principales beneficiados— que se encuentren procesados o sentenciados por delitos de lesa humanidad cometidos entre los años 1980 y 2000. Pues entendemos que los jueces del Poder Judicial aplicarán el control difuso y el Control de Convencionalidad para preterir esta norma nacional a los tratados y pronunciamientos internacionales, específicamente de la Corte Interamericana, organismo que ya ha alertado al Estado peruano para que no se apruebe ni, menos aún, se promulgue esta norma.

Por pronunciamiento de la Corte, cuyos fallos son vinculantes, es un imposible jurídico aprobar leyes de amnistía sobre crímenes y violaciones graves a los derechos humanos. De hacerlo, no corresponde ser aplicada.

De seguro irán voces del conservadurismo extremo que pedirán que, como Estado, nos salgamos de la competencia de la Corte. No les es conveniente seguir sus decisiones. Pero, caso curioso, el abogado Abanto, que defiende a la exfiscal Patricia Benavides, ha invocado el pronunciamiento de la CIDH (caso Rey Terry vs. Estado Peruano), cuya interpretación del plazo que le faltaría por ejercer en el cargo de fiscal de la Nación sí le es beneficiosa a su defendida. Están como el mismo camaleón.

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