En agosto saldrá a la venta el libro “ENTONEMOS, diez años del último título del FBC Melgar”, una publicación que inmortaliza el logro del equipo arequipeño en el 2015.
Los autores del libro son los periodistas Jorge Turpo y Jorge Jiménez. Ellos cuentan que ENTONEMOS es un libro de crónicas y entrevistas exclusivas a los protagonistas del campeonato de 2015 tras ganar 3 a 2 al Sporting Cristal.
Las historias y recuerdos de jugadores, utileros, dirigentes e hinchas.
Desde Bernardo Cuesta hasta Jader Rizqallah y desde Ysrael “Cachete” Zúñiga hasta Gustavo Torres.

Si lo compras en preventa tu nombre aparecerá impreso en el libro. La reserva del libro se realiza al WhatsApp: 906273845. El precio de preventa es: S/ 30.00.
Sólo hasta el 1 de julio.
Esta es parte de la crónica al exdefensa y actual gerente deportivo del FBC Melgar: “Edgar Villamarín, el defensa que nunca dejó de atacar el futuro”.
VILLAMARÍN
El 16 de diciembre de 2015, Edgar Villamarín volvió a casarse. No con su esposa —con quien ya llevaba años—, sino con una ciudad. Arequipa lo recibió de rojo y negro, como se visten las catedrales cuando son profanadas por el júbilo. Ese día, mientras sus hijas le apretaban la mano en la salida del túnel, mientras la hinchada reventaba el estadio con esa fe que no necesita pruebas, mientras el árbitro aún no pitaba el inicio de la final contra Sporting Cristal, Edgar ya había ganado algo. No el título todavía, sino el momento. Esa fracción invisible donde la historia personal y la colectiva se cruzan como dos rayos que no se esperan.
“Ese día era mi aniversario de bodas”, dice ahora, diez años después, y no hace falta preguntarle más. Ese detalle basta. El fútbol lo volvió a citar en la misma fecha, como si quisiera recordarle quién fue el primer amor.
Antes del estadio Monumental de la UNSA, hubo una cancha de tierra. Antes del título nacional, hubo piedras como arcos. Y antes de que lo llamara Reynoso, hubo tardes en San Juan de Lurigancho donde el fútbol era el único plan sin horario.
“Yo soy de Canto Rey”, dice Villamarín, recordando su barrio como quien no puede quitarse el polvo de la infancia. “Jugábamos desde la mañana hasta la tarde. Todo el día fútbol. Dos piedritas en la tierra y listo”.
Su historia, como la de miles de futbolistas peruanos, no comenzó en una academia con conos y mallas fluorescentes, sino en la calle. “Mis papás no me metieron a una escuela de fútbol. Jugaba básquet, kung-fú, cualquier cosa. Pero el fútbol… el fútbol lo elegí solo”.
Y fue en ese anonimato terroso donde empezó a construir una carrera que, aunque pasó por varios clubes —Cristal, Alianza, la “U”, Aurich—, encontró en Melgar algo más parecido a un hogar que a un vestuario. “Melgar es mi casa. Es mi vida ahora mismo. Aquí he vivido mi madurez”, dice. Y uno entiende que no lo dice con la emoción impostada del exjugador nostálgico, sino con la serenidad de quien sabe que hay lugares donde uno envejece mejor.
Llegó a Arequipa en 2014, traído por Juan Reynoso, ese entrenador que prefiere ganar con método antes que con espectáculo. “Juan me llamó directamente. Me conocía de antes. Me explicó el proyecto, pero no fue fácil decidir. Melgar era un equipo para pensarlo bastante en ese momento. Venía de un equipo popular de Lima, así que el cambio era grande”.
Lo convenció el plan. Lo convenció también la confianza de ser parte de un grupo selecto. Reynoso tenía un puñado de jugadores que conocía de memoria: “Nos llamaba sus jugadores de confianza”. Y como buen estratega obsesivo, Juan les pidió que rotaran el balón con la paciencia de un relojero. Que cansasen al rival con el pase, que se vaciaran de ansiedad antes que de aire. El fútbol como acto de fe en la repetición. “La gente se volvía loca en la tribuna. Veías que no había profundidad, pero Juan nos pedía: sigan rotando, sigan moviendo. El espacio va a aparecer”.
Y apareció. Una temporada después, el 16 de diciembre de 2015, ese método se convirtió en copa.
Ese día —vuelve la fecha como una canción pegajosa— fue distinto desde la mañana. “Nunca he visto el estadio repleto desde que llegamos. Todo el trayecto desde el hotel era gente caminando, enchufadísima con la final. Era alucinante”.
Pero también fue un día caótico. “No podías salir a la calle. Todos te pedían entradas, todos querían una foto, todos querían algo”. Fue, paradójicamente, el peor ambiente para una concentración. “Yo trato de no pensar en los partidos, pero fue imposible. Si la final se jugaba en otro lugar, creo que hubiésemos estado más tranquilos”.
El equipo, dice ahora, no estaba del todo enfocado. “Fue una desconcentración terrible. Nadie lo hablaba, pero todos lo sabíamos. Lo que todos querían era ganar en el minuto cinco e irse a celebrar. El desgaste mental era muy fuerte”.
Y entonces, como si el fútbol entendiera de guiones dramáticos, sucedió lo inevitable: Cachete Zúñiga falló un penal, y Cristal marcó al toque. “Fue un baldazo de agua fría”, dice Villamarín, sin rodeos. “Yo conozco a Penny desde chico, sé que le encanta atajar penales. Y más pensaba en eso: no quería llegar a los penales porque sabía que Penny alguno nos iba a atajar”.
Pero lo que es para uno, es para uno.

EL PASTO, EL NIÑO Y EL GOL DE BERNARDO
Por eso, el gol del triunfo de Bernardo Cuesta llegó como un suspiro con destino. El remate parecía sencillo, el arquero Penny —ese viejo conocido de Edgar, compañero de juveniles en Cristal— lo tocó directo. Y la pelota, terca como la historia cuando se escribe desde abajo, encontró rebote justo hacia donde no debía. Justo donde el destino ya había reservado una línea más del guion: la cabeza de Cuesta. Y entró. Entró para no salir más de la memoria colectiva de Arequipa.
“Penny la llega a tocar un poco”, recuerda Villamarín. “Pero estaba todo hecho con el favor de Dios para nosotros”.
El estadio estalló como un volcán sin previo aviso. Gritos, abrazos, lágrimas, una ciudad que se sacudía el polvo de 34 años sin título. Y Edgar, que había empezado el partido con sus hijas al lado y la cabeza en mil direcciones, terminó abrazado al césped, solo.
“Me tiré boca abajo. Agarré el pasto, lo besaba. No me abracé con nadie. Quería que el partido acabe ya. El desgaste mental era completamente terrible”.
Ese abrazo al grass no era una pose. Era un reencuentro con todo lo que le había dado sentido a su vida desde que pateaba pelotas en Canto Rey. Era una forma de agradecerle a la tierra por no haberse tragado sus sueños cuando no había zapatos buenos, ni cancha, ni futuro asegurado. Sólo una pelota, dos piedras y muchas ganas.
Y mientras todos corrían a abrazarse, a buscar una cámara, a levantar los brazos como quien toca la gloria, a Villamarín se le pegó un niño. Uno desconocido. Uno de esos niños que a veces bajan de las tribunas solo para enseñarle al fútbol que la pureza no se compra.
“No me pedía nada. Lloraba y me abrazaba muy fuerte”, recuerda. “Yo estaba hablando con Pedro García y el niño seguía ahí, llorando, abrazándome. Le dije a Pedro que mis hijas seguro estaban celosas porque yo tenía a este chiquito pegado a mí y ni sabía quién era”.
No era su hijo. No era sobrino. No era hincha suyo. Era apenas un niño emocionado por un abrazo. El fútbol también es eso: el único lugar donde un desconocido te abraza como si fueras de su familia y tú, sin dudarlo, lo aceptas.
El niño luego desapareció. “No lo vi más hasta el año siguiente, cuando alguien me hizo una entrevista. Creo que lo convocaron a un entrenamiento y le di una camiseta”.
Pero esa noche, ese abrazo de un desconocido le dio a Villamarín una certeza: el fútbol, ese oficio lleno de ansiedad y soledad, todavía tenía momentos de inocencia intacta.