Por Huber Valdivia Pinto. Asesor y Consultor
Arequipa es una de las principales regiones del país y concentra a la mayor parte de su población en áreas urbanas: el 92%, según el INEI.
Existen múltiples experiencias a nivel mundial sobre los cambios en el ámbito rural. Europa, por ejemplo, enfrentó desde hace décadas el problema del despoblamiento agrícola. En los años 60, la disminución de población rural era del 0.1%, mientras que en nuestro país alcanzaba el 1%, es decir, diez veces más rápida.
Estos datos permiten diversas interpretaciones. Me detengo en algunas de ellas.
Una consecuencia clara es el abandono institucional de las actividades más importantes del país. Es verdad que padecemos una precaria infraestructura en servicios sociales como educación, salud, vivienda o seguridad. Pero considero que hay una omisión aún más grave: no se le da la debida importancia a la actividad agropecuaria. En el presupuesto nacional 2025, no llegamos ni al 1.3%.
Sin exagerar, en el agro conviven dos mundos.
Uno está orientado a la alta tecnología, con inversión privada, enfocado en mercados exigentes. Este se encuentra principalmente en el norte de la región, pero involucra a un número reducido de empresarios dedicados a la exportación. Recordemos que esta actividad apenas cubre 200 mil hectáreas, mientras que el país tiene un potencial de ocho millones.
Aún así, el crecimiento es notable. En 2005, las exportaciones agropecuarias alcanzaban los 1,501 millones de dólares. Veinte años después, bordean los 12,798 millones: casi ocho veces más. Sin embargo, aún estamos por debajo de la mitad de lo que exporta Chile, que este año espera superar los 30,000 millones. Esto no debe ser visto como una competencia, sino como una referencia del potencial y del crecimiento de la demanda mundial, que debemos aprovechar.
El otro mundo es el del pequeño y mediano agricultor, presente en todas las regiones del país. Como ya dijimos, este sector está olvidado por las instituciones llamadas a apoyarlo. A ello se suma la fragilidad de sus organizaciones y la pasividad de muchos agricultores.
Los problemas en el área rural son diversos. Las oportunidades laborales y educativas son más atractivas en la ciudad, mientras que en el campo se mantiene una rutina anacrónica: técnicas ancestrales como el uso de la «chaquitaclla», la yunta o el esfuerzo humano. Se sigue cultivando lo mismo de hace generaciones, sin adaptarse a los cambios del mercado. No se aplica el principio básico de producir lo que el mercado demanda. No hay una reconversión agrícola real.
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Hoy en día existe tecnología disponible para múltiples cultivos y crianzas, que permite mejorar la productividad, producción y rentabilidad. Son herramientas esenciales para competir en un mundo que recompensa a quienes se adaptan.
Es fácil culpar al agricultor por la baja productividad del campo: “Es viejo y renuente a recibir consejos”, se dice con frecuencia. Este juicio resulta injusto y ofensivo para quienes se dedican con esfuerzo a producir nuestros alimentos. En la campaña 2006-2007, el rendimiento promedio del ajo en Arequipa fue de 12,287 kg/ha. Dieciocho años después, en la campaña 2023-2024, siguió siendo de 12,672 kg/ha. En casi dos décadas no se ha incorporado tecnología moderna en selección de variedades, control de plagas, manejo del agua, ni en valor agregado o comercialización.
En los últimos años se ha destacado la exportación de ajo a México con apenas dos o tres contenedores, cuando el potencial, según las áreas sembradas, permitiría exportar más de 3 mil toneladas. Para ello se necesita trabajar desde múltiples frentes. También debe impulsarse la postcosecha: el ajo puede comercializarse en cabeza, dientes, liofilizado, deshidratado, en crema, en pasta y en diversos envases. Hay mucho por hacer.
En Moquegua, llama la atención que un valle fértil, con buen clima, suelos francos ricos en materia orgánica y buena capacidad retentiva, tenga rendimientos menores a 8,000 kg/ha, mientras en zonas desérticas se superan las 20 mil toneladas. Además, más del 60% del área agrícola en Moquegua se dedica a forrajes, para una producción láctea que no supera los ocho litros por vaca al día.
Insistimos: la principal responsabilidad de esta situación recae en las instituciones estatales, que están obligadas a acompañar al pequeño y mediano productor en la ruta hacia la competitividad.
Pero también hay otros actores responsables de este rezago: las organizaciones agrarias, que dicen promover mejoras pero no trascienden; las juntas de usuarios de agua, que podrían exigir más protagonismo; y las universidades, que ofrecen tecnología pero no articulan con las necesidades reales del campo.
La agricultura no es solo producción. Involucra múltiples disciplinas: industrialización, asociatividad, comercio exterior, apoyo legal, tributario y económico. Se necesitan alternativas de mercado y una conexión real con el mundo competitivo.
Existen numerosos profesionales con experiencia valiosa que no se integran al sector, pese a estar agrupados en colegios profesionales. También hay empresarios con potencial para dinamizar la actividad agropecuaria, ante una demanda creciente de bienes y servicios asociados al agro competitivo.
Tenemos que identificar y corregir el eslabón perdido de la agricultura en el Perú.