Por Jorge Condorcallo Ccama

La madre esquivaba la insistente pregunta de Josías que arruinaba las plácidas conversaciones familiares porque a él le importaba, por sobre todo, conocer a su padre sin cuestionar quién fue, es o será; he ahí la fuente de su desdicha. Al fin, y sin que lo pidiera, en su cumpleaños diecisiete, edad del despertar a la vida adulta, la mujer que lo había criado e instruido para ser una persona de bien le dio la respuesta porque así lo había prometido en la última reunión con su confesor.

No, no le dio los nombres y apellidos del hombre que la poseyó y cuyo recuerdo estaba revuelto en repugnancia y vergüenza, lo que hizo fue obsequiarle una hoja de papel deteriorada por la culposa indecisión de sus dedos en la que había anotado, hace casi dos décadas, la dirección del hombre, del padre. La madre miró al hijo de su remoto desprecio con lástima e iba a explicarle su renuencia autoimpuesta, pero silenció su boca con un gesto de su mano movida por otra en un juego de marionetas. El hijo le agradeció con un abrazo franco que conmovió a sus hermanos que observaban callados.

A las nueve de la noche salió del hogar con lo que pudo recoger a prisa y poner dentro de su mochila, doce horas después llegó a la ciudad que indicaba la dirección anotada. El taxista no tuvo problemas en ubicar el domicilio en un área exclusiva de la urbe, se detuvo frente a una casa palaciega; una construcción antigua cuyas paredes negras parecían abrazadas por una enredadera briosa que salía del ventanal principal de la mansión.

No fue una sorpresa su llegada, por el contrario, lo esperaban. Se notaba que habían sido avisados de su viaje porque lo recibió una comitiva amistosa, incluso con afecto familiar que lo desconcertó con razón, pero ninguno de esos hombres y mujeres que se presentaron ante Josías le mencionó el parentesco que los unía a su padre. Deseaba preguntarles, saber su nombre escondido por diecisiete años en la fastuosidad y la riqueza que no había compartido con él ni con su madre, por lo menos saber su nombre porque lo demás no importaba. El decoro impuesto y casi ceremonial no dejó que interrumpiera la cortesía que le ofrecían. Josías, aunque impetuoso, esperó con paciencia angustiante e impropia de su temprana juventud. Asentía por gentileza y notó que había algo artificial en los comentarios amables de esas personas que charlaban, con buen ánimo, de cualquier tema. Por ejemplo, unos hombres mayores conversaron con él del aumento del frío en la noche anterior y otro grupo de jóvenes, coetáneos suyos, del descenso del frío en la misma noche.

Resolvió hacer la pregunta definitiva, la echó en medio de la sala silenciando el recinto,y adivinaron su voluntad e impaciencia de hijo no reconocido. Josías, por su atrevimiento, se sintió un bastardo entre esos hijos legítimos y parientes de sangre. Sus anfitriones se disculparon por la charla que había postergado el encuentro que buscaba, lo acompañaron hasta la habitación principal, lo siguieron en séquito por la escalera en espiral y el pasillo rojo del segundo piso. En el minuto que demoraron en llegar a la entrada solo escuchó la sinfonía de inquietudes que se planteó toda su vida, finalmente llegaba el momento en que la incertidumbre se esfumaría. 

Se detuvieron frente a una puerta grande tallada con arabescos, las figuras parecían copiar los rostros de sus acompañantes que dejaron de ser rostros de simpatía, habían cambiado por completo, sus semblantes transmitían preocupación e incluso algunos de ellos una incomprendida desesperación. Abrieron la puerta para que el hijo de su padre ingrese, Josías lo hizo con decisión y firmeza en sus pasos, escuchó el sentencioso golpe de la cerradura tras de sí para sellar lo que adentro fueran a conversar. Un frío glacial de dos mil años contenidos en el ánfora de las profecías penetró en su piel.

No estaba el padre, no lo veía. En el interior de esa habitación suntuosa pudo reconocer la forma de un sillón y cuando sus ojos se adaptaron a la tenue luz de la estancia logró distinguir lo que estaba sobre el cojinete rojo como una ofrenda blanca a la luz de la enorme pintura de los nueve círculos del infierno de La divina comedia que cubría por entero la pared. “¡Esto es una equivocación!”, reclamó enfurecido al sentirse burlado,“¡qué pésima broma!”, pensó porque sobre el terciopelo del sillón se movía un bebé de pocos meses de nacido, con la inquietud de su corta edad en la mirada y las manos. 

Josías se volvió, furioso, para salir del cuarto y reclamar por el mal rato que había pasado en la idea de conocer a su progenitor, sin embargo, al coger el picaporte, impulsado por su presencia, el niño pequeño como un corderito lloró y el llanto llegó hasta Josías con la fuerza ineludible de un llamado superior y ancestral que no conoce de razones y tampoco de súplicas. No pudo resistir a la orden vigorosa de su padre que reclamaba por el abrazo que lo acune y lo calme.

Luego que la ira fuera aplacada por mandato y cediera su lugar a la conciencia de la responsabilidad dictaminada y el entendimiento superará la incredulidad y el terror que provocaba conocer su designio, cesó el llanto del padre que se había dormido y del hijo que despertaba. 

“Hijo, he ahí a tu padre; padre, he ahí a tu hijo”, cantaron en coro sus apóstoles y el salmo profano traspasó la puerta.

Josías reapareció en el marco meciendo a un hermoso niño dormido en sus brazos que fue recibido con alborozo por el grupo de hombres y mujeres donde también estaba su madre confundida y sus hermanos menores con expresión de rehenes. En el pasillo encendido las obedientes mujeres alababan y sonreían con la mirada en el piso alfombrado porque no podían manchar la pureza de los ojos limpios del padre con la suciedad de la sangre de Eva que corría por sus venas, lo ordenaba el libro del rito de Dantalion. Solo una de ellas, elegida desde su nacimiento y virgen como las blancas magnolias del jardín, miraba al hermoso padre y al niño vuelto hombre para quien ella fue elegida como la compañera y guía hasta el oscuro fin de los tiempos. Miraba con ojos alucinados de amor, de pasión sobrehumana tal como le había ordenado que lo haga el autor de todo.

                Cuento dedicado a Luis Condorcallo, mi padre. No inspirado en él. Mi infancia está agradecida por tus grandes esfuerzos por hacerla maravillosa. Gracias, papá.