Escribe: Víctor Miranda Ormachea

A propósito de uno de los últimos videos publicados por el youtuber musical argentino, Matías Parkman (https://youtu.be/DezY79T4wOk?si=U3fqwhNqzuLuZDZG), en el cual dicho influencer hacía una disertación, dizque erudita, respecto del significado y concepción de la música, he querido hacer algunas precisiones a lo que, a mí modo de ver las cosas, resulta una ingenua, superficial y burda revisión a lo que culturalmente significa la música.

Parkman cree que ha descubierto la pólvora, pero solo ha intuido (o extraído de su consulta a ChatGPT) que el concepto genérico de música (como el que brinda Wikipedia) es simplista y reduccionista. Pero todos los argumentos en los que incide han sido ampliamente debatidos desde hace por lo menos un siglo, en todos los ámbitos de debate musical, desde el académico hasta el empírico. 

Quizás Matías Parkman recién lo haya aprendido, y la vehemencia de la novedad lo ha llevado a argumentar en con una pasión por momentos catequista, respecto  de verdades que, por su perenne pertinencia, nunca caducaron del todo y que, para cualquier analista medianamente instruido, han concluido hace tiempo en consenso casi unánime. 

Por ejemplo, las definiciones canónicas, esas que insisten en la trinidad inmutable de melodía-armonía-ritmo, que ataca Parkman, solo han sido el corazón de la ortodoxia. La negligencia de variables ontológicas cruciales como el timbre y la envolvente sonora en los compendios académicos constituye una laguna epistémica considerable. El shakuhachi japonés, por ejemplo, es un universo donde la cualidad del soplo es esencia estética primordial, desbordando cualquier análisis armónico occidental. Del mismo modo, las músicas no-notables, como las polirritmias del griot africano o el canto difónico mongol, operan fuera de las lógicas de la altura temperada, constituyendo sistemas completos que desafían la supremacía del pentagrama.

Desde las intenciones futuristas de Luigi Russolo hasta las experimentaciones de John Cage, la expansión del concepto musical ha sido un campo de batalla intelectual centenario. Musicólogos, filósofos del arte y etnomusicólogos han desmantelado la pretensión universalista de las definiciones eurocéntricas. Parkman, al señalar estas omisiones, se une a una larga tradición crítica que, por fortuna, comprendió que la música, en su proteica vastedad, no puede ser constreñida por un solo dialecto estético. Su redescubrimiento, por ende, es menos una invención que un necesario eco.

Pero la música debería entenderse como un sistema humano de comunicación (entre otras cosas), y que, por ende, está fundamentalmente exento de reglas universales férreas. Parkman, si bien niega que la música sea un «lenguaje universal» (en el sentido lingüístico), refrenda esta noción al enfatizar su carácter de construcción social. No comunica como un idioma verbal, pero es innegablemente un medio para la transmisión de afectos, identidades y significados dentro de comunidades específicas.

Prueba irrefutable de esta liberación se manifiesta en la práctica contemporánea. Músicos con formación clásica, capaces de abordar la complejidad orquestal, no tienen reparo en sumergirse en la manipulación electrónica para adscribirse al noise más recrudecido. Esta fluidez estilística, esa capacidad de saltar de un extremo estético a otro sin miramientos, no es una anomalía; es la norma en un ecosistema sonoro que ha abrazado la plasticidad y la hibridación.

La idea de que «todo» puede ser música –incluso el chirriante tráfico urbano– si un colectivo así lo reconoce, puede generar escozor. Pero, desde una perspectiva pragmática y descolonial, esta visión resulta menos una «caída en el relativismo radical» y más una radicalización inclusiva. Si la música es una experiencia construida y compartida, ¿quién tiene la autoridad para denegar su estatus a cualquier configuración sonora que genere significado para un grupo? Al abrazar esta concepción amplia, se dinamita la puerta a un conocimiento musical que valora la diversidad por encima de la uniformidad. La noción de que el relativismo «per se» es un mal, podría, en este nuevo siglo, tildarse de una mirada, si no conservadora, al menos cautelosa en exceso.

Ahora bien, Parkman omite analizar un aspecto crucial: la ciencia. El video, si bien aborda las dimensiones sociales y teóricas, no profundiza en cómo funciona el cerebro humano al interpretar, percibir y entender la música, y las razones biológicas que subyacen a este fenómeno.

La neurociencia ha revelado una intrincada red de procesos cognitivos y afectivos, la percepción musical no es un mero acto de audición; es una sinfonía neuronal que implica un procesamiento complejo de la señal acústica, formación de memoria auditiva, análisis de la escena sonora, procesamiento de relaciones interválicas y de la sintaxis musical. El cerebro, en su incansable búsqueda de patrones, asigna significado a los sonidos, lo que provoca poderosas respuestas emocionales que modulan sistemas afectivos y autónomos.

Desde una perspectiva biológica, la musicalidad parece ser una capacidad innata, arraigada en nuestras habilidades cognitivas y en la biología cerebral. La evolución del oído medio y el aumento en el área de procesamiento auditivo en el cerebro humano, sugieren una coevolución con la capacidad musical. La sincronización rítmica, esa habilidad de percibir un pulso regular y «entregarse» a él, es un fenómeno neurocognitivo complejo que involucra una interacción dinámica entre los sistemas auditivo y motor. Esta profunda conexión neurobiológica con la música, complementa y enriquece cualquier discusión sobre su significado.

Por otro lado, la supuesta lucidez de Parkman al desenmascarar el racismo epistémico en teorías como las de Schenker es innegable. El problema reside en que la propia crítica decolonial que él esgrime emana de marcos teóricos occidentales. Esto no invalida su argumento, sino que subraya la inherente paradoja del diálogo transcultural: se utilizan herramientas conceptuales gestadas en Occidente para desmantelar su hegemonía.

Otra fricción surge cuando Parkman, al desacoplar el saber teórico del experiencial, recurre a argumentos musicológicos complejos y valida su postura citando a un youtuber teórico como Jaime Altozano. Esto no debilita su punto; resalta la dialéctica de la crítica, que a menudo debe apoyarse en las mismas estructuras intelectuales que intenta desmantelar.

Finalmente, la omisión del problema del poder es notoria. Parkman no aborda cómo ciertos «saberes» musicales se institucionalizan (conservatorios, premios) y, al hacerlo, marginan otros (tradiciones orales). El capital cultural determina qué música «tiene valor». Y aunque la emoción es fundamental, afirmar que es un criterio suficiente, ignora que los afectos son moldeados culturalmente, y que la validación del harsh noise por un grupo puede replicar la misma exclusión si ese grupo es una élite avant-garde que desprecia el reggaetón, por poner un ejemplo.

Más adelante, en su video, Parkman acierta al derruir las definiciones hegemónicas y al cuestionar la centralidad del conocimiento académico, su explicación abre fisuras necesarias en el monolito de la tradición. La salida no reside en declarar que «nadie sabe» o que «todo vale», lo cual sería una abdicación intelectual, la respuesta se halla en una epistemología musical fluida y no binaria, una que abrace el concepto de pensamiento rizomático como sostendrían Deleuze y Guattari.

Entonces saber de música se convierte en una cartografía: un acto de mapear territorios sonoros sin jerarquías preconcebidas. El musicólogo y el oyente casual no son antagonistas, sino navegantes que emplean herramientas distintas. Se valida cada contexto sin caer en lo arbitrario: el candombe exige un análisis rítmico; un cuarteto de Feldman, una atención quirúrgica al silencio. Los métodos son plurales, sí, pero nunca carentes de rigor contextual.

En última instancia, el valor se traslada al acto social de hacer música. La música no es un objeto inmutable, sino una práctica viva, un proceso continuo de creación, interpretación, escucha y significado. El conocimiento musical, entonces, no es una posesión exclusiva, sino un fenómeno coral, situado en infinitos contextos y en perpetua negociación. La deconstrucción que Parkman emprende, si bien manida y hasta cliché, es un paso esencial; la siguiente fase implica la construcción de un marco que celebre la diversidad sonora sin renunciar a la posibilidad de la comprensión profunda, una comprensión que, como el universo mismo, siempre está en expansión.